miércoles, 29 de noviembre de 2023

HISTORIA Y GASTRONOMÍA DE LA CIUDAD DE OAXACA

Presentamos la edición en dos tomos titulada HISTORIA Y GASTRONOMÍA DE LA CIUDAD DE OAXACA. AUGES Y DECADENCIAS, del autor Claudio H. Sánchez Islas, que hacen un estudio panorámico del tema desde tiempos prehistóricos.

En esta entrada presentaremos las portadas, el prólogo y los índices de ambos tomos, para que el lector pueda conocer sus intenciones, alcances y contenidos.

El libro (tomos 1 y 2) está a la venta en nuestro punto de venta de Colón 605, Col. Centro, ciudad de Oaxaca, para mayores informes: klovis44@gmail.com pero también en las principales librerías de la Ciudad capital de Oaxaca.

Pueden hacerse envios al interior del estado o de la república. Comencemos con las portadas:


Tomo I: Panoramas prehistórico, precolombino y virreinal

Su índice es el siguiente:



Tomo 2: Panoramas de los siglos XIX al XXI

Su índice es el siguiente:
Prólogo

 

La cocina de Oaxaca es deliciosa, pero… ¿  Cómo entender las razones de su esencia cromática y sus aromas, hasta en su última molécula, si es tan fugaz para los sentidos? La sarta de razones puede venirnos de dos fuentes contrapuestas: la historia o el mito. A veces de ambos, revueltos. Hay una tercera fuente: La historia específicamente de la alimentación, la gastronomía y la de los chefs rockstar contemporáneos que siguió al auge global del siglo XXI por la propia manera de disfrutar una mesa, la propia y la ajena, la costumbrista y la sorprendentemente novedosa.

En mi caso existen dos libros recetarios impresos que me decidieron a escribir esta investigación periodística sobre nuestra gastronomía. Obtuve de ellos el cimiento objetivo que yo buscaba. Se trata de los manuscritos publicados facsimilarmente que reseñan la cocina virreinal que era ya un modelo hecho y en uso aun cuando Nueva España ya había pasado a la historia, pero sus gustos en la mesa no, ni su larga y discreta influencia hasta el presente. Los libros Anónimo de 1829 y el de José Moreda de 1832, fueron publicados muy tardíamente. Aquél en 2010 y éste en 1982. El lector los verá citados muchas veces en las argumentaciones que acompañan estas reflexiones, comparaciones y analogías. Sin ellos, historiar la cocina de la Ciudad de Oaxaca habría seguido siendo un ejercicio de ensoñación literaria.

Me enfrenté a un problema real, estés dentro o fuera del claustro universitario. No hay ni siquiera una línea del tiempo en nuestra temática. De hecho, de todo hay tan poco que desanima al más osado. Eso explica que una de las fuentes “explicatorias” sea el mito folclorizado y no las evidencias que la academia histórica necesita esgrimir para sus argumentaciones. Decidí escribir el libro dándole una secuencia cronológica que llamé Panoramas prehistórico, precolombino, virreinal, siglo XIX, siglo XX y siglo XXI. Serán el hilo conductor para facilitar la comprensión del lector. Se remontan a cuando “guisábamos desnudos” y concluyen en el análisis contextual de dos “anomalías” en el paradigma gastronómico 7 moles imperante: el Mole madre olveriano, del linaje del mole negro, y el Mole blanco, de Pilar Cabrera. En este ensayo el mole negro es el leitmotiv a lo largo de muchas páginas.

Se tiene la mala idea de dar por hecho que el espíritu de la gastronomía, que es el de placerse con la alacena, cocina, mesa y etiqueta, es exclusivo de las élites. No es así. Aun en poblaciones indígenas rurales, muy lejanas de la Ciudad de Oaxaca, he visto el regodeo en sus mesas comunales. Los guisos costumbristas los llevan grabados en el alma, “contagiada” ya de esa etérea nostalgia que provoca un bocado grato a toda pareja atada a la tierra. Lo que esas comunidades no hacen es describirnos y publicar esa experiencia, en cambio la élite sí. Tal matiz de perspectivas nos confirman que estamos antes dos visiones de la vida y de la mesa, que desarrollaremos a lo largo del ensayo.

Hoy con un celular en la mano se va “registrando” en las redes sociales en tiempo real la subjetividad de la experiencia. Es considerada la “afirmación tribal urbana” del fugaz hecho culinario que se está viviendo, sin embargo la mesa rural y la urbana –tan distintas– son movidas por el mismo resorte, al que he llamado de lo por comer, la perspectiva filosófica del placer que redime a la gastronomía de la alimentación a secas. Aunque se haya globalizado el foodismo –la testificación visual del disfrute del comer como un triunfo narcicista– las redes y sus contenidos están escribiendo todo un “libro”, con páginas en blanco que estudiarán la sociología y el periodismo gastronómicos observará cada día más.

Generalmente se cree que una receta de cocina lo dice todo. Me topé con la realidad opuesta, particularmente porque no deseaba yo guisarlas, sino comprenderlas. Leer las incluidas en los libros de 1829 y 1832 en realidad me hicieron “ilegible” en un primer momento la comprensión de la temática. Hoy nadie escribiría una receta como lo hacían en el siglo XIX. Una receta de hoy, que pudiera “viajar para guisarse” al pasado, sería tan enigmática para las cocineras que no se atreverían a tocarla tampoco. Entre aquella sociedad y la nuestra habría muchos puentes rotos para establecer un coherente y significativo placer culinario. La mesa que compartiéramos no nos parecería grata en absoluto. Solo la historia o la fantasía podrían ayudarnos a hallarle disfrute a una experiencia imposible, como esa.

Pasé largas temporadas buscando una metodología que me ayudara a despejar el camino, pensando que habría uno que me llevaría directamente a la historia del disfrute comidero en la Ciudad de Oaxaca, donde hice mi vida. No fue así, por eso tuve que desarrollar la herramienta cognitiva para analizar una gastronomía mayormente oral y nublada de tanto subjetivismo. Las recetas de los dos libros sustanciales que mencioné –1829- 1832– se me aparecieron como jeroglifos fragmentados y codificados. Comprendí que debía observarlas como expresión de un complejo gastronómico, el cual estaría compuesto de cuatro relaciones: Alacena, cocina, mesa y etiqueta. La alacena comprende a toda suerte de ingredientes –desde el agua hasta el combustible–, así como a los utensilios secundarios; la cocina es el fogón, el espacio doméstico o empresarial dedicado y funcional, así como todos los utensilios primarios; la mesa es el espacio donde lo por comer se justiprecia alrededor de la convivencia familiar o social; también es el espacio–altar donde se expresan los pedimentos y gratitudes simbólicas; la etiqueta consiste en los comportamientos individuales en la mesa urbana, donde lo por comer se interioriza en la psique del individuo, a consecuencia de que puede ritualizarse, espiritualizarse o se banalizarse; la etiqueta es la energía social donde todo el complejo gastronómico se enfoca para hacer expansivo al placer en la mesa urbana, mientras en la rural es la energía con que se reinicia un ciclo nuevo, el siguiente, el que le da sentido al que se está disfrutando. Cuando no hallaba suficiente de una, buscaba en la otra relación. Algún rastro arqueológico, documental, testimonial y mitológico habrían dejado, me dije a mí mismo, y en efecto, solo así pude ir hallando piezas sueltas de estos rompecabezas a los que llamé panoramas, que forman la estructura de mi estudio, tanto en lo extenso como en lo profundo.

Un elemento que me ayudó muchísimo fueron mis viajes etnográficos hacia las mesas de banquetes comunales de las mayordomías, fiestas patronales, familiares y funerales de pueblos del interior, de diversas etnias, climas y distancias; tomé muchas fotos de ellos. Estos los paró en seco la pandemia y luego la creciente inseguridad en todas partes. También mis vivencias en las mesas de políticos en la cúspide de su poder, en los grandes fastos de la burguesía local, así como los de la clase media y popular coadyuvaron obsequiándome medios de contraste y comparación muy útiles, siendo la mayor la certeza que sí hay dos mesas poderosas: la urbana y la rural. No son iguales, ni son lo mismo. Están conectadas por capilaridades culinarias. Usando metafóricamente el símil, poseen la misma raíz, peros sus frondas lucen diferentes.

Cada vez que presenciaba y gustaba cocinas rurales lejanas, retornaba yo a mi casa con la percepción de haber estado en un museo: Eran “vitrinas–ventanas” que me mostraban sus mundos petrificados. Allí, el modelo gastronómico que había degustado y visto vivo y alegre, me ofrecía veredas sinuosas hacia posibles razones históricas pero también pozos y callejones sin salida. Cada vez que pedí explicaciones de tal o cual costumbre invariablemente me abandonaban frente a este muro infranqueable: “Así dice la tradición que se hace”… No obstante, a fuerza de intentar descifrarlas, fui hallando dentro de ellas rituales con evidente contenido católico y fe, algún ceremonial sincretizado con el antiguo paganismo, mitos y epopeyas prehispánicas ya muy manoseados tras la influencia de la escolarización básica, pragmatismos utilitarios del mundo moderno –uso de plásticos, música de moda, migrantes que vuelven–, gestualidad y parlamentos de uso unicamente en ceremoniales arcaicos y símbolos históricos, aunque difusos: Una “cascada” de información y comportamientos comunitarios. Al observar sus reiteraciones y repeticiones en etnias disímbolas entre sí, comenzó a aclarárseme una matriz genealógica del contexto del platillo, sus cocinas y pasados arqueológicos, que sus protagonistas habían olvidado del todo, pues son sociedades orales, y sin embargo lo viven intensamente cada que su “ciclo” se cumple. Su noción de “tiempo”, “calendario” y “modernidad” rurales–étnicas, hace distintos sus complejos gastronómicos a los urbanos. Así como el urbanita usa el reloj para dirigir su productividad–cotidianidad y va a los museos, el rural usa el ciclo agrícola y va a su iglesia, como lo escuché de Heinrich Pfeiffer, historiador del arte. El gastrófilo rural–étnico busca a través de su cocina una relación con el cosmos. El urbanita, una relación con los otros.

No soy arqueólogo, sino periodista. Sin embargo, me auxilié de esa disciplina lo más que pude pues la arqueología me permitió hacer rodeos por los utensilios del pasado, sus tepalcates rotos y aventurar hipótesis alusivas, de las que soy responsable. La historia, sin embargo, no ha cesado de influir en toda la sociedad. Triunfos y derrotas, hambrunas y bonanzas, migraciones y relaciones mercantiles con grupos sociales diversos, influencias religiosas, económicas y de medios de comunicación, así como prejuicios y fetichismos, no cesan de incidir en la cocina y mesa, a paso lento. Las sociedades que ya desaparecieron del todo dejaron alguna huella en ese sentido. Por alguna razón hay motivos y costumbres que se quedaron petrificados y con sus alacenas, cocinas, mesas y etiquetas que les sos-tienen la vida comunal. Eso le ha ocurrido a tantas cocinas antiguas en el mundo. Se pierde mucho y se transforma también mucho, pero en una escala de tiempo que no miden los relojes, acaso sí los calendarios, las generaciones, las épocas, el tiempo cósmico de los ciclos agrícolas y climáticos, donde sus valores y antivalores son su legado.

Desde luego la Ciudad de Oaxaca, por ser la capital de un estado con variados grupos etnolingüísticos, es imposible aislarla en un matraz y observarla sin tener que bordear por la costa, las montañas, las cañadas, las planicies, etcétera, pues todo está atado a ella, y ella, la cocina de la Ciudad de Oaxaca, ha sido la maestra cocinera de todas las demás, al menos desde el siglo XVI en sus menús de gran fiesta aun en uso, donde haya necesidad de especias, grasas y carnes de ganados mayores y menores, lácteos, huevos y carne de aves de corral, azúcares, hortalizas, harinas de trigo, vinagres, frutas y flores de allende el mar… A este universo llamé “cocina criolla–oajaqueña”, por su homogeneidad consigo misma y por su regionalismo. Hay otras cocinerías equivalentes: Las cocinas criolla poblana, criolla michoacana, criolla yucateca, etc. Todas ellas son fruto de una misma mentalidad pero desarrollada con singularidades a lo largo de un extenso periodo de tiempo, climas y territorios. Por ello están comunicadas por un hilo común y sintetizaron su entorno agro-bio-ecológico con las alacenas no solo europeas, sino asiáticas y africanas, en mayor o menor grado. Son frondas distintas que se derivan de un tronco común. Las he catalogado en urbanas y rurales, porque sus diferencias son cruciales para analizarlas y comprenderlas.

Con mi método analítico he llegado a deducir que la Ciudad de Monte Albán debió haber llegado a tener una cocina que también debemos clasificar como urbana y de exquisita gastronomía, por su vasta alacena y por la relevancia de sus comensales, las élites que la gobernaron. Tampoco he cerrado la ojos ante las influencias de cocinas cosmopolitas que nos dejaron su impronta y aun lo siguen haciendo, como las españolas durante el virreinato, como la francesa en el porfirismo, la norteamericana desde mediados del siglo XX y las vanguardias españolas del siglo presente, a la que se suma la francesa, que no ha cesado de ser la alta escuela de otras cocinas nacionales a las que llamo subvanguardias: la mexicana, nórdica, japonesa, peruana, tailandesa, etc. Las cocinas de grandes ciudades se cruzan naturalmente entre sí “polinizándose”; a veces solo imitándose. Escalones abajo aparecen las modas clonadoras: cocinas veganas, étnicas, callejeras, exóticas, etc. En conjunto forman una suerte de organismo en constante movimiento. Por lo mismo también sus auges y decadencias llegan a dejarles impresas sus huellas simultáneamente. Solo cuando las miramos en la perspectiva del extenso panorama del tiempo comprendemos cuan fuertemente están atadas las frondas de las Gastronomías con las raíces de la Historia; cómo brotan, florecen, cambian de color y mueren, para dar paso al renuevo. Finalmente advierto que uso el concepto elites muchas veces. Tiene muchas acepciones, pero yo lo hago en cuanto señalan en el complejo gastronómico la injerencia de sociedades determinantes. Estas deciden, por su escolaridad, dinero e influencia política–religiosa, aunque también son sus cabezas las primeras que ruedan cuando han estallado conflictos que incidirán en la mesa. También he recurrido a los nombres de quienes hicieron la revolución gastronómica siglo XXI cuyo paradigma está vigente: Ferran Adrià y Jordi Roca, españoles. La alta cocina contemporánea dejó atrás el estilo afrancesado “nouvelle cuisine” –de los 1960’s–, pero no sus bases técnicas. Miles de personas de todas edades han visto en las artes de la cocina y mesa un lienzo en blanco para expresarse. 

Esta revolucióngastronómica ocurrió en todo el mundo tan luego inició el siglo presente, alentada por los medios de comunicación. La cocina de Oaxaca no se ha mantenido fuera de su resplandor. Por eso cito a grandes cocineros en mis comparaciones y contrastes, para esbozar mejor nuestra propia historia culinaria. Pero cito también a las chinas cocineras que han hecho labores que van en la misma ruta que aquellos.

Este libro es una extensa crónica de la historia de Oaxaca –auges y decadencias–vista desde la cocina, la última trinchera de toda civilización. Otros historiadores han revisado las ideologías, las arquitecturas, la arqueología... Lo que he hecho yo es tomar mi lugar en el fogón de mi Ciudad y verla y contarla desde la cocina, a donde me metí para tener el mejor ángulo para observar el paso de sus distintos “panoramas”, pero este libro no deja de ser de historia de Oaxaca y México, así que quien sepa de tales historias o ame la historia de la gastronomía y la alimentación en general, le hallará mejor sabor. La cocina es ese pequeño mundo que es formativo, compartido, emotivo y alegre las más de las veces. Aunque ha habido épocas en que con un solo ingrediente –el llanto– ha debido colmar sus platos y ha mirado sus alacenas vacías y pardas como un insomnio sin fin. Es hora de cruzar esta puerta, lectores.

Buena suerte en el viaje.

CHSI.