GUIENGOLA, Tehuantepec, Orgullo zapoteca, analizada por Enrique Fernández Dávila.
Su portada es la siguiente:
La carretera Panamericana es en sí misma una leyenda tan larga como 30 mil kilómetros, que se ensortija como un hilo al que se le ha perdido la plomada. Une desde Prudhome, Alaska hasta Ushuaia, Argentina, siguiendo la topografía del continente. En este sentido, es tan importante como la Muralla china, me parece. Al cruzar de norte a sur el estado de Oaxaca, le volvió a resaltar la importancia que ha tenido esta ciudad desde tiempos muy pero muy antiguos, desde antes de que fuera la ciudad novohispana en 1532 incluso, y así también lo hizo con otras ciudades de menor peso, como Tehuantepec, que quedó como el ombligo del hilo rizado por las curvas de nivel, como a 15 mil kilómetros de su helado comienzo en Alaska y a otros 15 mil de Ushuaia, esa sábana blanca y arrugada que está cubierta por las nieves del clima que gobierna el Polo sur. Pues bien, esa carretera Panamericana te puede depositar casi casi al pie de la antigua ciudad zapoteca de Guiengola, una joya prehispánica a medio descubrir, sepultada más que por tierra y maleza, por leyendas, rimas de versos y exaltaciones de quienes habitan la región. Pero ¿qué dice la ciencia de la arqueología al respecto?
Esa respuesta la encierra este libro del INAH-Oaxaca del que hoy hablamos.
Pero ya ni la Panamericana ni Guiengola mantienen ese magnetismo que empujaba a ciertas almas a la aventura de recorrer una y visitar la otra. A lo largo de mi vida hice ese camino de norte a sur y de sur a norte unas cincuenta veces y nunca me desvié hacia donde me invitaba un rancio letrerito que decía algo así como “Guiengola. Zona arqueológica 5 km”. Es verdad que alguna vez me detuve , pero está tan escondida la zona que desde el nivel del asfalto lo único que ves es que necesitas un Humvee para escalar montaña arriba. No, con mi i10 me era demasiado riesgoso. Además el clima tórrido del trópico no te echa porras. Deseas más bien llegar al “puerto” más próximo, que es Jalapa del Marqués a comer, cenar o desayunar y beber cerveza bien fría. Jalapa está sobre un llano reseco y sus pobladores la han ido haciendo tenazmente más fea día a día. Bebes y comes y te largas, si bien algunos platillos jalapenses son dignos de ser manducados en una mesa bien servida al pie de la plaza mayor de Guiengola, pero eso es fantasía gastronómica.
En la ciudad de Oaxaca decir Guiengola es como hablar de Luxor, Babilonia, Minos, etcétera. Se le mete en una bolsa de papel de fantasías de leyenda, pero cuando pides detalles no falta el que te dice: es solo un montón de piedras abandonadas. No hay nada que ver. ¿A qué quieres ir? Su “grandeza” solo es mitológica, una recreación literaria de los intelectuales que saben de su existencia: historiadores, escritores, periodistas, arqueólogos y novicios de algún credo. Debe ser culpa del clima. Total. Ninguno conocemos realmente Guiengola. El historiador Martínez Gracida le dictó a un dibujante la representara según su propia fantasía. Esa ilustración, hecha con el espíritu del siglo XIX, fue la que sirvió para alimentar la leyenda sobre esa ciudad construida por los zapotecas que se fueron a Tehuantepec por razones económicas, pues controlarían así la ambicionada ruta del cacao que los aztecas requerían para surtirse del grano de la región del Soconusco, hoy costa de Chiapas. El cacao era el petróleo del siglo XV. Pero tenía una ventaja extra: se podía preparar como bebida y sus aromas desprendidos durante ese proceso cocinero eran paradisiacos y reservados solo a las élites gobernantes y comerciantes. El macehual se contentaría con el aroma que le llegaría de su tostado hasta su choza. Esto lo seguimos haciendo cuando aspiramos el delicado perfume que porta una amiga, por ejemplo. Ya se sabe que el cacao ya fermentado fue “moneda de intercambio”, como lo fue la pimienta negra y el chile –ají– y lo han sido otras muchas especias endémicas a lo largo de la historia de las civilizaciones, en todo el planeta. Así que Guiengola sí fue realmente importante financiera y culturalmente en sus años de esplendor, que no llegaron a cien. Pudo haber sido una suerte de aduana con muchos ingresos a causa de la almendra del cacao tropical.
El problema es que los tehuanos lo mitificaron y los oaxaqueños lo ignoraron pero todos “sabemos” que allí fue un sitio de batallas cuasi eternas entre zapotecas y mexicas. En realidad fue nuestra Verdun, una carnicería sin fin entre dos ejércitos, donde por cada palmo de terreno se pagaba una cuota de sangre irracional. ¿Es eso otra leyenda más? Quizá. El autor la toma con pinzas, porque más la ha destruido la incuria y los saqueadores que un centenar de batallas. Se dice que el impasse militar se resolvió como pudo haber sido desde el principio: con una alianza matrimonial, pero había mucho dinero en juego, es decir, mucho cacao, porque si no uno se pregunta de dónde salieron los recursos financieros y laborales –mano de obra forzada, más materiales de construcción, más urbanistas, etc.– para construir el Guiengola desconocido que este libro nos revela. Al ver su número de fotografías, comprendemos que no estamos ante una simple trinchera fortificada.
Ese problema de comprender mejor a Guiengola ha empezado a ser resuelto con la publicación en 2023 de Guiengola, Tehuantepec. Orgullo zapoteca de la autoría del arqueólogo Enrique Fernández Dávila. Se trata de un libro de gran tamaño (31x31 cm), de alrededor de 300 páginas, impresas la mayoría a todo color, en papel couché, y encuadernado con pasta dura. Las fotos son tan estupendas que por primera vez el rompecabezas que eran ese montón de ruinas “invisibilizadas”, presentan una urbanización y arquitectura típicamente del estilo de la Casa de Zaachila, entonces los seres más intrépidos e innovadores de su tiempo, si bien los años de esplendor de Monte Albán, esa urbe de zapotecos/mixtecos, ya habían brincado de un breve otoño a sumirse en el largo invierno del que vino a “despertarlo” Alfonso Caso con el hallazgo de la Tumba 7.
La portada es una imagen tomada con un dron, de modo que puede verse el templo mayor de Guiengola y parte de su plaza y otras construcciones, con el fondo del valle de las tierras bajas de Tehuantepec al fondo. Una foto en 4 D, diríamos. Es un paisaje fotográfico que no tuvo un José María Velásquez que lo plasmara en un lienzo, aunque nunca es tarde. Como sea, es verdad que la foto revela otro Guiengola que desmonta mitos, porque lo muestra coronando el paisaje feraz que le rodea, y que amenaza con devorarla cada temporada de lluvias y derruirla cada que haya otro fortísimo temblor, comunes en el Istmo. Por desgracia, el sitio arqueológico no es turísticamente explotado, tampoco Tehuantepec, tampoco Juchitán, tampoco ninguno de los demás pueblos comarcanos. Algún día. Sin embargo, en la portada, el mismo dron fotografió para la contraportada a la cuadrilla de zapotecos contemporáneos que realizaron las labores de reconsolidación de las estructuras piramidales que construyeron sus propios ancestros, y le pasaron el plumero quita telarañas a la zona arqueológica “visitable”, porque lo demás apenas está enunciado sobre reportes técnicos, más no explorado; ha sido saqueado hasta el polvo, pero nada ha sido expuesto en ningún museo de sitio, ni siquiera de Tehuantepec, que por otro lado, no ha tenido la feliz idea de hacerse su propio museo a la altura de su pasado histórico. La zona arqueológica, por otro lado, no ofrece ninguna infraestructura que invite al turismo: Sombra, baños, bancas, etc.
Hay que resaltar que E. Fernández utilizó tecnología moderna –drones, GPS, cámaras digitales, escáneres, etc– para poder realizar ese trabajo a lo largo de meses. La ocasión de poder contar con presupuesto fue que el terremoto de 2017, que borró del mapa cientos de casas y palacios municipales en el Istmo, también convirtió en un reguero de piedras a Guiengola, ya de por sí arruinada.
El libro no se contenta con dar fe visual de la restauración de su juego de pelota y su pirámide principal, que por sus dimensiones debió haber tenido una población numerosa, ya que una guarnición militar o un “cuartel” de ninguna manera requieren de un adoratorio, sino de murallas defensivas y puntos desde donde iniciar ofensivas letales, construcciones que existen, que se muestran en el libro, pero que no han sido mayormente restauradas, solo consolidadas y anotadas.
Una cosa relevante del tomo es que publica facsimilarmente un estudio hecho en el siglo XIX por el gobierno nacional, que estudiaba si sería factible construir un canal interoceánico entre Tehuantepec y Coatzacoalcos, aprovechando los ríos de la región, que ya se sabe son caudalosos, impetuosos, indomables. O lo eran, antaño.
Ya Porfirio Díaz, quien había estado en Tehuantepec para someterla al gobierno estatal de Benito Juárez, había visto cómo extranjeros se habían fijado en esa posibilidad y habían aplicado sus conocimientos de ingeniería para trazar la ruta que uniera los dos océanos caracoleando por la topografía istmeña. La conclusión del estudio es positiva desde el punto de vista de la ingeniería civil, pero financieramente resultaba tan costosa para las arcas nacionales que quienes dirigían los destinos del país volteaban para otro lado. Preferían seguir comprando rifles, pólvora y cañones de campaña para continuara con el Verdun entre “liberales” y “conservadores”… Hasta el día de hoy, en ese fango seguimos. Eso lo digo yo, no el ingeniero que hizo con toda seriedad y cálculos el proyecto de factibilidad, décadas antes de que se abriera el Canal de Panamá.
Si algún merito tiene Guiengola es que los zapotecas de antes no le sacaron al reto mayúsculo que fue construir esa ciudadela, pues sabían que recuperarían al paso de los años lo invertido. Lo que no sabían es que estaba en curso un cambio mundial de mentalidades y otro militar y uno más financiero: el descubrimiento y la colonización de América. Todo ello echó polvo sobre Guiengola, pero ésta ya estaba hecha. En cambio, la obra mayor de hacer el canal navegable que comenzara en el llamado “Mar muerto” de Tehuantepec, se tiró a la basura, como se han tirado a la basura miles y miles de millones de dólares en Pemex. Esto también lo digo yo, no el autor. Pero me sirve para comparar historias y la relevancia de conocer lo que Fernández Dávila y otros colaboradores averiguaron al reconsolidar Guiengola dañado por el terremoto que tantos edificios dañó en la región. Dávila hizo un trabajo remarcable, no solo en lo material, sino en lo científico, pues cotejó, confirmó o rectificó datos que se tuvieron del sitio, amén de ponerlo como un hito en la larga perspectiva histórica mesoamericana.
El mito seguirá su propio paso, pero este libro hace que uno lo vea ahora como a través del espejo retrovisor: cada vez más lejano y pequeño. Es un gran libro, costoso y pesado, pero valiosísimo por sus contenidos, gráficas, dibujos y fotografías. Guiengola, gracias a esta maniobra de consolidación arqueológica, recibió respiración boca a boca y su corazón palpita de nuevo. No esperemos a que languidezca otra vez. Por lo menos, ya tenemos a nuestra disposición un libro que lo cuenta y lo reproduce en cientos de fotografías a todo color. Un lector interesado puede conseguirlo en nuestro punto de venta o escribiendo al mail klovis44@gmail.com y podemos enviarlo a cualquier parte de la república. Está publicado solo en español. Su precio actual es de $1,650.00 pesos. No, no es un folletín, sino un tomo con mucha solera, como para coleccionistas y estudiosos del tema.
Claudio Sánchez I.
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