miércoles, 17 de junio de 2015

BARRO Y FUEGO. EL ARTE DE LA ALFARERIA EN OAXACA

Se imprimió en nuestros talleres y salió a la luz un libro que además de profundo es muy bello: 
Barro y fuego. El arte de la alfarería en Oaxaca, por Eric Mindling, editado por “Innovando la tradición, A.C.” y “Bom dia Boa tarde Boa noite”. Su portada en español es la siguiente:



Se trata de una enciclopedia de la alfarería de todos los rincones de Oaxaca. Decenas de fotos de utensilios y sus creadores forman un curioso e inédito retrato del Oaxaca rural que sigue practicando la alfarería como fuente de ingresos, pero también de expresión artística lograda con su enorme habilidad para producir piezas utilitarias, tan comunes, que ya dejamos de “verlas”.

El autor de este catálogo nos ofrece imágenes tomadas en su entorno real, talleres, hornos, espacios de vida y de venta, pero además, gracias a la fotografía y el diseño gráfico, resalta piezas que las cámaras fotográficas nos revelan hermosas gracias a que su materialidad se ostenta, se desnuda con su total honestidad ante el espectador: son tierra y fuego moldeadas que reflejan una concepción del mundo y del servicio con que estos utensilios facilitarán la vida de sus usuarios, reforzando su propia y muy antigua identidad cultural, pero además aportándoles dinero.

Hay platos, salseras, ollas, jarras y comales… Hay color, figuras dibujadas a mano, manchas estampadas por el fuego azarosamente… Todo el libro muestra con esmerado primor el arte y oficio de nuestras comunidades alfareras. Para el autor, alcanzan el nivel de obras de arte. Para sus autores, son un oficio heredado… ¿desde hace cuántos siglos?

Precisamente a través de su libro nos hace esta conexión el autor entre el pasado remoto y el presente de piezas y artesanos a quienes reconoce que dentro de lo rústico de sus obras, se hallan expresiones culturales y de estilo personal que las elevan a una categoría de belleza artística digna de conocerse y divulgarse en un buen libro, pero también en galerías, exposiciones y museos del mundo. Este libro se presentó en la 14 Bienal de Cerámica de Andenne, Bélgica, recientemente.

Esta edición que ya está circulando está dedicada a la célebre maestra alfarera de Atzompa doña Dolores Porras. Puede verse mayor información de todo el proyecto en: http://www.innovandolatradicion.org

Dejemos que sea el mismo Eric Mindling quien nos introduzca a ese mundo renovado y refrescado gracias al trabajo de diseño gráfico y editorial que se hizo bajo la coordinación de Kythzia Barrera y Diego Mier y Terán y contó con las fotos tanto de éste último como del autor y de Paris Barrera Suárez. 

Hay que señalar que en Carteles Editores imprimimos la segunda edición en español (la primera data de 2011) y la primera edición en inglés y francés.

Con permiso de Diego Mier y Terán reproducimos enseguida el texto introductorio de Mindling y una cuantas de las fotos incluidas.


Puerta al universo de los alfareros


Qué bonita olla hizo —dije a una alfarera indígena que conocí en un mercado de la ciudad de Oaxaca. 
La vasija de barbotina roja pulida con piedra tenía marcas negras y amarillas por las llamas y los carbones de la cocción. Su forma sensual, fluida, perfecta; era intemporal. Yo la contemplaba con profunda admiración. 
—Este es un trabajo maravilloso, inspirador —insistí. 


La alfarera perpleja, se alejó perdiéndose entre la multitud de forma callada y discreta.
Llegué a Oaxaca en 1992. Me había propuesto recorrer sus colinas y comprar cerámica tradicional para exportarla a Estados Unidos. En aquellos días, encontré a diestros y tímidos alfareros —como la mujer del mercado—, y frente a ellos me quedaba con la boca abierta de admiración. Me maravillaban la historia, la belleza, las líneas y el color de sus piezas de barro. 
Así fui aprendiendo. En los mercados y pueblos, me topé con vagas expresiones de gratitud y sonrisas de cortesía. Hablaba bien español pero, para ellos, quizá sonaba a griego. No era fácil que supieran que yo había nacido en un lugar donde artículos tan cotidianos —para ellos— como las ollas hechas a mano eran exhibidos tras un cristal en museos o en libros de arte? Nunca las tocábamos, y mucho menos las poníamos al fuego ni las desechábamos detrás de la casa cuando ya no servían. ¿Cómo podría esperarse que yo comprendiera la esencia real de estas útiles y trabajadoras ollas? ¿Cómo podían saber aquellas mujeres que en mi tierra las ollas de barro no son tan comunes como las cucharas?
Una olla trabajadora se despierta en la mañana, trabaja duro desde temprano y suda mucho durante el día. Fue creada para servir. Y también es hermosa. Sin embargo, su belleza no se define por los criterios que aprendí en mis cursos de historia del arte, más bien, radica en cumplir adecuadamente con todas las funciones para las que fue creada. El color, el brillo y los decorados son secundarios. Si se trata de una olla de cocina, esos adornos son una vanidad efímera, pues pronto ennegrecerá por el fuego. Si es una jarra o cántaro, su brillo llamará más la atención: lucirá en la casa y quizá, de vez en cuando, las visitas reconocerán el buen gusto del anfitrión. Aún así, conviene que sea ligera y con una pico práctico para servir.


En aquellos primeros años, esa belleza profunda estaba fuera de mi alcance. Nunca había puesto al fuego una olla de barro, tampoco había hecho tortillas en un comal, ni había acarreado agua en un cántaro de barro. Desconocía su importancia funcional; la belleza intrínseca de su forma y tamaño. Nunca había visto una olla mal quemada que se resquebrajara por el fuego tras una semana de uso, tampoco había cargado un cántaro de agua que me pareciera demasiado grande y pesado al sacarlo del pozo. Simplemente, carecía de la experiencia de esos detalles tan importantes para apreciar la belleza auténtica de una olla.


El primer recipiente oaxaqueño que sostuve lejos de la mirada pública de los alfareros fue fabricado por una mujer zapoteca de un pueblo situado en los confines del Valle de Oaxaca. La olla era redonda en todos sentidos: boca redonda, cuerpo redondo, fondo redondo, interior y exterior redondo. Era suave, lisa, con ligeras ondulaciones y marcada con trazos curvos creados con una piedra para bruñir. Antes había sostenido otras ollas. Pero al percibir miradas extrañadas, cuando expresaba mis «sofisticadas» apreciaciones académicas sobre los atributos estéticos de la cerámica hecha a mano, comprendí que no se puede hablar así de estos objetos. Tratando de adaptarme a esta situación, y con sensibilidad hacia el contexto cultural, me esforcé por actuar como si las piezas que contemplaba fueran tan sólo ollas de cocina ordinarias —pues lo eran— y no obras de arte particularmente dignas de elogio.
Entonces me llevé una olla a casa. Cuando cayó la noche y una gran luna estuvo en lo alto del cielo, la saqué al resguardo de la privacidad de mi patio y la sostuve, sintiendo su forma redonda entre mis manos. Coloqué mi nariz en el centro de su corazón y di un respiro largo, profundo. 


¿Con qué puedo comparar lo que descubrí? Fue un suspiro fresco de aire matinal, aún con el aroma de la noche y el cálido olor de tierra recién revuelta. Si el aroma del aire fuera comida, con ese respiro me llenaría. Si el aire fuera agua de manantial, mis pulmones se purificarían. Sabía a tierra húmeda, a humo, a madera de roble, a las montañas de donde provenía, a los espacios abiertos y a los extensos maizales que rodean el pueblo. Olía a piedra y tierra, a la materia con que estamos hechos. Quedé absorto por la perfecta redondez de la olla, por su tersura, por el raspado, por el amasado y el pulido realizado. La perfección de esta olla redonda es indudable. Fabricada de la misma manera, durante casi 4000 años para posarse sobre incontables flamas matutinas. Retuve este aroma tanto como pude, lo dejé ir y me sentí tan puro como la tierra donde la semilla de maíz echa sus raíces. Fue un movimiento eterno y callado. Al final, exhalé, largo y lento, nutrido y limpio.
Alcé la olla hacia la redonda luna y la miré con veneración, como se observa un objeto sagrado. Lo sagrado de un objeto puro. Lo sagrado de una forma verdadera. Lo sagrado de una olla que parecía contenerlo todo. 



Aquella olla se acabó hace mucho tiempo. Perdió su brillo cuando en ella vertí agua y se desprendieron los minerales. Su fondo se tiznó por las flamas. El pico se despostilló una docena de veces. Luego se cuarteó y me parece que la eché a la basura. Desde entonces he tenido en mis manos miles de ollas ya que esto se ha vuelto, de cierta manera, mi modo de vida. No he vuelto a sostener ninguna como la primera y supongo que no debería hacerlo. En aquella olla deposité mi devoción y su reverencia se instauró en mí. Con más confianza, empecé a ver las ollas como recipientes para cocer frijoles y jarras para verter agua —que es lo que son— y esto las vuelve aún más sagradas que una olla a la que se alza bajo la luna en gesto de adoración. Más sagradas por su cercanía e importancia, por ser parte esencial de nuestra vida. Es así que la perfección encaja en la vida:
el cuerpo del barro, las manos de la alfarera, el fuego de la cocina, los bosques del cerro, la tierra de la zanja que esconde una multitud de tepalcates. En esa sencillez y claridad de propósito, la cerámica no es sagrada en lo absoluto, sólo es una olla redonda para frijoles.
Con este sentido de apreciación adquirida, una mezcla de profunda reverencia y una bien cultivada indiferencia hacia la alfarería tradicional oaxaqueña, escribo este libro y comparto con ustedes el mundo secreto que he tenido la fortuna de explorar durante casi dos décadas. Los alfareros de Oaxaca me han hecho sentir más bienvenido aquí que en ningún otro lugar que haya visitado. Con los años me llegado a sentir parte de esta generosa y amable familia ampliada. 

Este libro trata sobre cómo viven, cómo trabajan y cómo está cambiando la vida de los alfareros. Pero no soy antropólogo ni sociólogo y, por lo tanto, el libro no está escrito desde esas perspectivas eruditas. Sin embargo, puede decirse que soy un «alfarerólogo» quien ha dedicado muchos años a observar a alfareros tradicionales, sentado en la sombra, intercambiando historias. Es desde ahí que escribo, desde la academia del polvo, el humo y el chisme de patio trasero. Escribo sobre lo que he visto, oído y vivido —me habría gustado incluir en esta lista lo que he leído, pero existe muy poca literatura sobre los alfareros tradicionales de Oaxaca. De hecho, a la mayoría de los pueblos que visito nunca se les ha conocido más allá de sus feudos regionales del barro, lo que vuelve este relato aún más interesante. Son tan desconocidos, que el oaxaqueño común podría nombrar sólo dos o tres pueblos alfareros del estado. Pero Oaxaca es así —antigua, arrugada, remota, una tierra de misterios, llena de sorpresas, historias sin registro, leyendas y tradiciones. Sólo hasta que llegué aquí y me sumergí por completo, lleno de curiosidad, y sobre todo paciencia, que Oaxaca empezó a revelarme sus secretos.


Para llegar a este punto tardé 18 años explorando Oaxaca. Me muevo lentamente
—hay muchas distracciones en la vida— y los caminos de estas tierras tienden a ser abrumadoramente largos. Sin embargo, poco a poco, como tentadoras pepitas de oro en un arroyo, llegaba a un pueblo alfarero y luego a otro y a otro. Buscaba mercados rurales de ollas y rastreaba orígenes. Hablaba con la gente —como los empleados de salud pública cuyo trabajo era viajar hasta los remotos confines del estado— y trataba de averiguar si acaso ellos recordaban haber visto cerámica en regiones del interior. En un pueblo alfarero escuchaba rumores sobre otro, y dondequiera que iba le preguntaba a los camioneros,
a los dependientes de las tiendas, a las dueñas de pequeños restaurantes y a los ancianos que recorrían las calles con su bastón: «¿Por aquí se fabrica cerámica?»
Encontré setenta pueblos alfareros, setenta minas de oro, de tradición y pericia. Y hay más; pero aún no me adentro en esas montañas y esos valles. Visto en un mapa, el estado de Oaxaca no es grande ni pequeño. Sin embargo, si se mide con la regla adecuada, que no sólo mida la extensión de la tierra sino la profundidad de la experiencia e historia que contiene, Oaxaca es un mundo en sí mismo. Yo sólo he rozado la superficie. 


Y aunque Oaxaca es un territorio bastante extenso, también he incursionado en los límites de los estados vecinos de Guerrero y Puebla para incluir cinco pueblos más. ¿Por qué? Porque la alfarería es fascinante. Las tradiciones y culturas se relacionan, forman parte de un gran continuo de pueblos de cerámica tradicional que se expande por el centro y sur de México y llegan hasta Sudamérica. Los pueblos y sus costumbres son antiguas, las fronteras son nuevas. Y como la mayoría de los pueblos en Oaxaca, estos pueblos se mantendrían invisibles y sus tradiciones pasarían al olvido un día sin jamás haber sido celebradas más allá de las cocinas rurales en las que su alfarería fue utilizada. También quiero cantar sus alabanzas. Cuando hago referencias a «la alfarería oaxaqueña» en el título y a lo largo de este libro, a lo que me refiero en realidad es a todo Oaxaca y los cinco pueblos más allá de su frontera en Guerrero y Puebla. Pero eso se vuelve un trabalenguas, así que simplemente me refiero a todas estas regiones cubiertas en este libro como «Oaxaca». Si no profundicé más en Guerrero, Puebla y otras partes del centro de México donde abunda la alfarería tradicional es sólo por falta de tiempo. 
En este libro encontrarás muy pocos nombres de alfareros, lo cual ha sido tan premeditado como intencional. En primer lugar, los alfareros no firman su cerámica; no buscan reconocimiento, sino vender para que alguien pueda cocinar en ella. También hay que considerar que, en la mayoría de los casos, un estilo de cerámica suele ser la herencia común de todo un pueblo. No pertenece a nadie, a ningún nombre en particular y, a la vez, pertenece a todos. Por ejemplo, si describo el trabajo de Tiltepec, ¿qué nombre asocio con ese trabajo? Hay 300 alfareros en esa comunidad. Todos son hábiles, cada uno lleva la herencia en sus manos y todos son dignos de mención. Existen quizá nueve mil alfareros de esa clase en Oaxaca (con ello quiero decir todo Oaxaca y los cinco pueblos más allá de su frontera, en Guerrero y Puebla), pero no pretendo elaborar un directorio telefónico, sino un relato sobre los alfareros y la alfarería.


Existen algunas excepciones a la regla de anonimidad. Ciertos alfareros han desarrollado un estilo personal o innovaciones que han tenido un impacto extenso y positivo en sus comunidades. En uno de los casos, la alfarera es la última de su pueblo. Cuando el nombre es esencial, aparece en el libro. Si la identidad del personaje es poco importante para el texto, se le ha cambiado para proteger su privacidad. Los invito a que vayan a conocer en persona a las alfareras. Los nombres están ahí y pertenecen a personas excepcionales.
Éste es un testimonio de una manera de vivir, de maestras y maestros olvidados o menospreciados. Deseo llamar la atención hacia esas artesanas de sencillas herramientas y manos hábiles, hacia esas acróbatas de las flamas saltarinas, del humo hirviente, de las quemas sudorosas y ardientes de una hora de duración. Dejemos que estas alquimistas del barro sean celebradas ahora que su trabajo persiste, mientras sus diversas tradiciones perviven. Aquí me rebelo y voy contra la esencia de lo que aprendí en los mercados y pueblos de Oaxaca, y alabo el trabajo de estos alfareros. Tal vez aquella silenciosa alfarera que conocí hace tantos años en el mercado no lo aprecie, quizá no tanto porque no le guste el elogio, sino porque no puede imaginar a qué se debe. Este libro es para ella y sus hermanas.

Mi aprecio por la cerámica hecha a mano nunca se ha visto afectado por las voces confundidas y equivocadas que la consideran obsoleta. Alfarero: veo con claridad la belleza de tu trabajo. Sé cuán perfecta es la forma de esa olla, lo bien que se cocina y se acarrea agua en ella. Sé como encaja en los contornos de sus vidas y cuán poco le piden al mundo natural que da vida a sus vasijas de barro. Ahora puedo ver esa profunda belleza, la belleza que una vez fue invisible para mí en mi inocente ignorancia. También puedo mirar esa olla y ver la profundidad de la experiencia y la amplitud de la historia que contiene. Y es puro placer para mi mirada. 


Contraportada y portada de la edición en inglés


Contraportada y portada de la edición en francés.


Para quienes están muy cerca de ese barro y ya no lo pueden ver, así como para quienes saben poco o nada sobre el tema, espero que las palabras de estas páginas llenen su curiosidad y nutran su comprensión de un pueblo del mismo modo en que la humeante olla de un guisado oaxaqueño nutre su cuerpo y su espíritu.
Que lo disfruten y buen provecho.
Eric Mindling.