jueves, 30 de diciembre de 2010

ARTE DE COSINA DE 1829

Arte de Cosina según el uso de la Provincia (de Oajaca). Año de 1829.
Anónimo.
13.5x20.5 cm. 158 pp. 
Edición facsimilar con estos textos como estudios introductorios:
El arte del sabor, por Carlos Sánchez Silva y Esteban San Juan Maldonado y
Una mirada curiosa por la antigua cocina oaxaqueña, por Claudio Sánchez Islas.
Editores: IIH-UABJO, Fundación Cultural Bustamante Vasconcelos, Teatro Macedonio Alcalá, 
Fundación Alfredo Harp Helú-Oaxaca y Carteles Editores.
ISBN 978-607-7751-30-4
Esta edición se presenta en pasta blanda, a la rústica y en pasta dura, en cartoné.
Para mayores informes dirigirse a sus editores: estebansanjuan@aol.com o bien: yalina2003@hotmail.com

Este pequeño volumen lo presentamos recientemente en el Casino del teatro Macedonio Alcalá. Reproduzco aquí íntegra la crónica que escribí especialmente para él, pero habiendo resultado demasiado extensa los editores escogieron una versión resumida, que es la que contiene el libro. Sin embargo, para aquellos que deseen profundizar en el tema el texto completo puede serles de interés. Hago la advertencia que consta de 25 cuartillas a renglón seguido, pero el lector podrá interrumpir cuando le haya resultado aburrido o brincarse párrafos enteros. 

especial para librosdeoaxaca.blogspot.com

CRONICA DE LA COCINA OAXAQUEÑA 
A TRAVÉS DE 2 CENTENARIOS 
  
Por Claudio Sánchez Islas. 
  
  
Escrita originalmente para presentar la primera edición de:

ARTE DE COSINA SEGÚN EL USO DE LA PROVINCIA (de Oaxaca) AÑO DE 1829. 
ANÓNIMO. 
  

  
Este libro guardó sus aromas 181 años hasta ahora. ¿Fue escrito por una mujer? ¿Quizás un grupo de ellas? O por el contrario, ¿se debe a la curiosidad de un misterioso varón? Quien lo haya hecho tenía en mente los recetarios que ya circulaban en el país desde años antes de la Independencia nacional. En la ficha que lo registra en el Fondo reservado de la Fundación Bustamante Vasconcelos, el único dato que le acompaña dice que se trata de un “manuscrito” y ahora está presentado con una encuadernación diametralmente distinta de la original, seguramente debida para conservar el pequeño volumen que se interrumpe abruptamente en un momento dulce: a la mitad de la receta número 170, que da cuenta de cómo hacer la Jalea de pitalla y alvercoque... Los libros de recetas antiguos aparecían sin autor o firmados por hombres. Las autoras aparecerán hasta la segunda mitad del siglo 20 y en el caso de la cocina regional oaxaqueña concretamente hasta 1964.  
  
El manuscrito ofrece mucha información interesante que nos puede dibujar la época y la ciudad en que se escribió. Mi objetivo como diseñador de libros y periodista –y como crítico aficionado de cocina– es ponerlo en la perspectiva de los centenarios que conmemoramos y plantear el contexto en el que se leerá este libro hoy y dentro de otros cien años. Llegaré hasta donde dé mi inteligencia y procuraré servirlo en bandeja de plata a quien decida conocerlo.  
  
Mi hipótesis es que este compendio del arte de cocinar novohispano sí fue concebido como un libro que algún día podría llegar a estar en las manos de otras mujeres o cocineros. El hallazgo más relevante de este Arte de cosina (sic)... es que preludia al rey actual de nuestra cocina: el mole negro de guajolote, consumando así el mestizaje más feliz de todos. Dicho mole es producto de la cocina barroca y como platillo atravesó el agitado siglo 19 construyendo su propia imagen que tomaría el carácter de nacional cien años después, derrotando al estilo afrancesado que lo mantenía arrinconado y que se había erigido en México en el estilo predominante hacia el final de aquella centuria. En este recetario la baja jerarquía que aún tenía el mole la indica su tardío lugar dentro del índice. Aparece mucho después de una serie de guisados entre los que hallamos a los estofados, alcaparrados, entomatados y «guisados estilo portugués y francés»... Francia no sólo había seducido a intelectuales y políticos del mundo americano después de la Ilustración, sino también a sus estómagos, escribió Salvador Novo. Además, a diferencia de la cocina española, había sumado al ejercicio de comer con la boca el de «comer» con otros dos sentidos: ojos y nariz. Para ello desarrolló los códigos para la debida conducta de un comensal en una mesa, la disposición de ésta, sus adornos, la cubertería y la cristalería ordenados según un plan previamente establecido. Estos hábitos se generaron en la realeza y desde allí permearon hacia abajo: la aristocracia, la burguesía, las clases poderosas y pudientes y así hasta los niveles populares que a su modo adaptaron, cuando se pudo, sus estilos de guisar y comer. El mole negro –que en este recetario aparece aún con el arcaico nombre de «mole prieto»– debe su sobrevivencia al nicho popular de que siempre gozó. En este recetario provinciano de 1829, su lugar no es preponderante ni mucho menos. Ocupa el lugar número 93. Lo relevante es que quien escribió estas recetas lo incluyó seguramente más por sus sabrosura y aromas que por su «vista». El mole no es tan estético como un lechón, no luce por sí mismo en una mesa de banquete, pero mucho menos lo haría en una del siglo 19.

Aún ahora es complicado reproducirlo en los libros de cocina contemporánea. Los fotógrafos lo hace acompañar de una serie de elementos ornamentales que enfatizan sus ingredientes y lo barroco-popular de su origen. Existe un óleo de 1844 que se publicó en la biografía ilustrada de Porfirio Díaz 1, en la que un artista anónimo reproduce uno de tantos banquetes que las élites ofrecieron en esta ciudad al General Antonio de León, quien fue pintado en el momento de agradecer el brindis. La mesa del banquete está compuesta con muchos platillos entre los que podemos distinguir pescado, ensaladas, embutidos y pasteles. Al centro una suerte de ampulosa torre rococó de hojaldre con un bouquet de flores en lo alto. Se trata del pastel de arina curioso que se incluye en este recetario. Botellas de vinos y cognac, aceite de oliva y vinagre y cuatro floreros en cápsulas de vidrio como los que pintó Agustín Arrieta dan color y glamour al episodio... pero no se adivina ninguna cazuela o platón con mole, ni nada lejanamente parecido. Al estallar la revolución mexicana, décadas después, el mole desplegó sus alas y fue reivindicado como el platillo más mexicano. Los poetas estridentistas de entonces llegaron a exclamar como primer postulado en su vanguardista manifiesto literario: ¡Viva el mole de guajolote!... y Novo –otra vez– opinó que debería considerarse traición a la patria despreciar un platillo de él... Manuel Toussaint –quien escribió que no existía manjar superior a los tamales oaxaqueños– dijo que el guajolote al mole es lo que el águila a la bandera. En conclusión, este recetario es la prueba documental de cómo estaba naciendo un símbolo regional –y nacional, desde luego– y cómo sobreviviría afianzando su propio carácter.  Me he esmerado en describir aquí las interesantes circunstancias que le rodearon. 
  
En el original del que tomamos las fotografías con que se edita ahora, las páginas miden 11.5 x 16 cm. Fueron escritas en varias sentadas y tengo la impresión de que primero fueron redactadas en otras libretas y luego pasadas en limpio y bajo cierto plan. No hay tachaduras, ni borrones. Lo que sí hay son ataques de felicidad que se notan a partir del adorno de ciertas letras que fueron rematadas con tanto optimismo en la mano escribiente que la tinta salpicaba del cálamo concediendo una energía inusual a la hora de transcribir ciertas recetas.   
  
Para el manuscrito se usó la tinta de la época, conocida como ferrogálica. No sería remoto pensar que su fabricación era local, pues era la más común y fácil de hacer: agua, vitriolo, goma arábiga y ácido tánico, probablemente obtenido con las nueces de Cuilapan. Su uso era el ordinario para hacer documentos oficiales, correspondencia personal, anotaciones comerciales, apuntes escolares, etcétera. Esta clase de tinta se oxida y con el paso del tiempo se traspasa al otro lado del papel, bajo la forma de una mancha parda. En la presente edición, para ayudar a despejar la caligrafía de cada página y hacerla más legible, resolví atenuar los renglones que se notaban al reverso como si fueran huellas de quemaduras.  
  
La ortografía y las abreviaturas, los giros gramaticales, el vocabulario usado y la sequedad del texto, revelan a la autora o autor, pero también la época de la que es hijo este manuscrito. Imagino a la compiladora como una persona letrada, lectora de la literatura femenina de la época. Maneja los tecnicismos que ha leído en libros impresos en las ciudades de México, en la de Puebla y seguramente en algunas de Europa. Citaré sólo un ejemplo: la frase todas especias no pudo ser de ella. La tomó de sus lecturas. Con esta fórmula reducida el creador de la receta le hablaba a alguien igualmente iniciado en el arte de cocinar, pues le ahorraba con dos palabras los nombres de varios sazonadores de rigor y de su gusto: ajo, sal, pimienta y clavo. Sin embargo nuestra autora la coloca casi siempre pero enseguida agrega o más bien repite: ajo, sal, pimienta, etcétera.   
  
Tras observar con detenimiento el manuscrito, se nos revela una persona acuciosa, que sabía en lo que se estaba metiendo. Debió de haber acudido a alguna tienda bien surtida de la antigua ciudad de Antequera donde escogió el mejor papel posible. Se trata de uno que aún lleva su marca de agua, consistente en una cruz encerrada en una suerte de corazón que tiene encima y abajo flores que recuerdan a los tréboles de 4 hojas. Las orillas de sus orlas llevan un ribete floral y miden acaso 4 centímetros de longitud. En otro espacio del papel,  visible a contraluz, se observan las letras mayúsculas G y B y abajo, formando un vértice, el número 1; se trata del acrónimo del fabricante, que permanece anónimo. No he podido averiguar su nombre ni su procedencia, pero seguramente se trata de papel importado. La autora (a partir de este momento la referiré en femenino, aunque no tenemos la certeza de que fuera ella y no él) compró varios pliegos y luego los fue doblando cuidadosamente hasta en cuatro ocasiones para obtener el tamaño de bolsillo que tenía en mente para su recetario. Estas dimensiones eran las propias de los libros de oraciones y los de cocina, y debió saberlo nuestra autora pues fue el tamaño de rigor para este tipo de publicaciones y como yo presumo que ella tenía en mente su propio libro y no solamente un conjunto de recetas, pues deduzco que imitó un volumen antiguo que pertenecía a su biblioteca familiar. Enseguida buscó hilo de cáñamo y aguja y cosió todos los cuadernillos hasta formar el pequeño volumen, destinado a no perder una sola de sus hojas. La encuadernación actual se hizo uniendo por las cabezas cada página, pero hay huellas que indican que tuvo un lomo original a la manera de los libros, es decir en el margen izquierdo, por la parte más larga del papel. Es probable que el deterioro producido por anteriores «empastados» haya decidido al encuadernador «restaurador» contemporáneo a elegir el inusual lado para empastar este Arte de cosina... pero cuando cortó el volumen, se llevó los números de página originales. 
  
El contenido de las recetas revelan las lecturas de la autora y la concordia de ese mestizaje posible nada más y nada menos que en la cocina: “los venturosos esponsales de abundante prole” a que se refiere Salvador Novo. Para la época de que hablamos, primer tercio del siglo 19, dicha armonía mexicana era imposible a no ser que se ejercitara en dos lugares: la cocina y la cama. El resto de la vida administrativa, económica, política, ideológica y muchos etcéteras más, era verdaderamente caótica y enemistada, violenta y agria, completamente ayuna de esperanza y futuro. Así lo afirma el historiador norteamericano Peter Guardino2 cuando describe la vida política específicamente en la ciudad de Oaxaca entre 1820 y 1828. 
  
La frustración social radicaba en el hecho de que la utopía de la Independencia apenas había sido reconocida por una España hundida en el fondo del precipicio. Los nuevos tiempos habían hecho a todos «iguales», aboliendo las castas, los fueros y los estamentos. La «igualdad» era un principio filosófico con consecuencias jurídicas, pero debió haberle causado más dudas que certezas a aquella sociedad oaxaqueña en cuya cuna estuvo haber sido una «república de españoles», donde no había necesidad de elegir a nadie, pues los cargos de gobierno se heredaban o compraban indefinidamente y donde, además, las diferencias raciales tenían 300 años de ejercicio cotidiano... Ahora la nueva Constitución convocaba a elecciones universales, lo cual era una manera bastante radical de transformación social con respecto al pasado virreinal. Lo cierto es que si algún grupo poderoso vaticinó que estos cambios arrojarían frutos muy brillantes para todos, en esta ciudad no veían nada claro ese asunto. Una de las causas de este chasco fue que la sociedad se dividió en dos grupos, cada uno buscando llegar al poder para exterminar al otro. Para sazonar mejor el contexto de este libro de cocina resulta muy ilustrativo resumir que estos primitivos partidos políticos radicales se llamaron entre sí aceites y vinagres... Podrían estar juntos, pero jamás revolverse, mezclarse, fusionarse, ni siquiera para buscar el bien común... La condición «aceitosa» era una metáfora sobre la pureza de este emblemático sazonador que aún agitado con cualquier otro en poco tiempo vuelve a quedar en la parte superior, aislado de –por ejemplo– el vinagre, cuya etimología es «vino agrio», es decir, algo rancio o «descompuesto»... 
  
“La cultura política oaxaqueña aborrecía a los partidos (políticos) aún cuando los sentimientos partidistas eran profundos”3. La razón es que se vivía tal agitación política que no bien ganaba uno todos los demás conspiraban contra él, hasta derrocarlo. Para ello se valían del rumor, la intriga, el fraude electoral, la manipulación, agitar el miedo, anunciar el fin del mundo, etcétera. ¿Qué discutían en las plazas, oficinas, casas y cocinas de la ciudad de Oaxaca en 1828? “Los vinagres argumentaban que los aceites amenazaban la independencia de México. Los aceites respondían que los vinagres amenazaban el catolicismo. Cada partido pintaba las consecuencias de una posible victoria de su oponente como algo catastrófico, incluso apocalíptico”4: ni patria ni Dios... un autético callejón sin salida.

Los aceites promovían el centralismo e incluso solicitaban la instauración de una monarquía. Con el tiempo se les llamó genéricamente conservadores, mientras que los vinagres se inclinaron por el federalismo y más tarde se les llamó liberales. Las ideas políticas de ambos grupos en aquellas épocas no fueron homogéneas ni unívocas, antes bien estuvieron compuestas de contradicciones, renegaciones, ajustes y «chaquetazos»... Esta agitación ideológica y militar se extendería hasta más allá de la mitad del siglo 19, dejando en el país bien nítido el aroma de la pólvora y la alharaca de los cuartelazos. Pero volviendo a esta ciudad resulta que los ánimos político-partidistas estaban en tal estado de ebullición en 1829 que el Ayuntamiento “prohibió el uso de las palabras aceite y vinagre”5.  
  
Para cuando nuestra autora escribió con grandes y rebuscadas letras el título de su libro y lo fechó 1829, Benito Juárez era rector del Instituto de Ciencias y Artes y meses después sería elegido regidor del ayuntamiento. En los cinco años anteriores a esa fecha el criollo Agustín de Iturbide había abrazado al afromestizo Vicente Guerrero, había ensordecido de tantos vítores, se había hecho emperador, había caído, huido y vuelto a regresar y había acabado sus días fusilado como traidor a la patria. Guerrero por su parte, había llegado a presidente y para la fecha se tambaleaba como una palmera bajo un huracán de pasiones desbocadas. Luego sería echado, perseguido, traicionado y fusilado en Cuilapan, el principal proveedor de nueces del mercado de Oaxaca. El hombre fuerte de la región era Antonio de León, quien se inclinaba para un lado como para otro, según su olfato político de veterano pastor de chivos le indicara. Todos los días se escuchaban rumores de desembarcos masivos de marinos españoles que venían a la reconquista... Se fortalecía un estado de guerra y penuria permanente en la ciudad y en el inmenso territorio independiente. Las desgracias nacionales no acababan allí. La naturaleza había mostrado su peor rostro: sequías, plagas y epidemias. En consecuencia, la especulación de granos, el acaparamiento y la carestía provocaron más roces en la recién estrenada patria independiente.  
  
La ciudad de Oaxaca era muy pequeña, de apenas unos 15 mil habitantes. La pirámide de población estaba compuesta mayoritariamente de criollos, indios, mestizos y en orden decreciente mulatos, peninsulares, castizos, moriscos, afromestizos y negros según revela Carlos Lira Vásquez en su libro Oaxaca rumbo a la modernidad, 1790-1910. La ciudad lucía bastante distinta de como es hoy. Con excepción de sus monumentos religiosos y civiles, las casas eran de un solo nivel y cualquiera podía ver las torres de Santo Domingo desde el punto donde se encontrara. Aunque presentaba varios problemas de salud pública, el agua llegaba por el acueducto de San Felipe y se distribuía a las fuentes públicas y a las privadas a través de tuberías y de cañerías a cielo abierto. El agua sobrante se escurría hasta la Trinidad y la Noria, donde era aprovechada para las abundantes siembras que allí se practicaban, pues fue el huerto de la ciudad hasta los años 70 del siglo 20. Las casas mantenían muchos árboles frutales en sus patios. El clima era muy benigno gracias al trazado original con que había sido levantada, pues permitía la ventilación y el asoleo adecuados. Bastaba con levantar la cabeza para ver los cerros dominantes: San Felipe, Monte Albán y San Antonio de la Cal... Un censo de 1824 revelaba la existencia de 1,338 casas, 115 solares, 174 tiendas, 71 accesorias, 1 huerta, 3 cocheras y 1 mesón6. Entre la gente de mayores fortunas estaban Bárbara Magro, Francisca Villarraza, Casimiro Hernández, Ramón Ramírez de Aguilar y Antonio Maza, que llegaría a ser suegro de Benito Juárez. 
  
Los temblores hacían muy lenta la edificación de la ciudad, que siempre estaba en constante reparación, remodelación y reconstrucción. El palacio de gobierno era una ruina; tal como hoy lo conocemos data de 1837, es decir 8 años después de la aparición de nuestro Arte de cosina... Pero el cementerio que hoy es el Panteón general sí se puso en servicio en 1829 para hacer frente a una epidemia de viruela que, sumada a la de cólera de 1833, diezmaron la población y la obligaron finalmente a destinar dinero para construir el panteón, al que juzgaban como muy feo. Hasta entonces el oaxaqueño prefería enterrarse en las iglesias. Muy devoto, guardaba las principales fiestas: Semana Santa, Corpus, Todos Santos y Nochebuena. La iglesia era la institución que impartía la educación elemental. Las diversiones non sanctas consistían en los palenques de gallos, los juegos de azar, el pasajuego y los espectáculos callejeros de acróbatas y músicos. La decadencia de la economía llevaba años de agudizarse. Había empezado antes de las guerras de Independencia. La explotación de la grana cochinilla y la minería estaban en franco declive. Las reformas borbónicas, que buscaban esencialmente la reanimación económica, no habían funcionado del todo, pero su interés por reducir el poder político y económico del clero sí estaba rindiendo frutos en las nuevas generaciones. Benito Juárez asumió en 1847 la gobernatura del estado, cargo que desempeñará hasta 1852, y su principal misión fue poner orden en el caos que era Oaxaca y reactivar su economía. Para ello destinó presupuestos para abrir carreteras hacia Tehuacán y Huatulco. Necesitaba que el dinero se moviera, que las mercancías producidas aquí fluyeran hacia el exterior y pagaran impuestos para alimentar las finanzas públicas, que estaban en los puros huesos. Para ilustrar el método de comprar y vender de puerta en puerta en esta ciudad, vale la pena volver al libro de Lira Vásquez: «Así puede verse en un anuncio publicado un domingo de diciembre del aciago año de 1850: AVISOS. Se participa al público que los dos húngaros llegados a esta capital y que habitan en la casa frente a la aduana, han traído de Alemania lienzos superiores de lino puro, fino y entrefino, y pañuelos blancos para la mano, cuyos efectos venderán por las calles»7
  
Pese a todo, la ciudad encantaba a todos. Los viajeros extranjeros que por ella pasaron describen su saludable clima, sus hermosos cielos, lo fértil de sus tierras, lo gentil de su sociedad, lo modesta que es en lo económico y lo señorial en lo arquitectónico; también lo sabroso de su comida, haciendo especiales elogios a su chocolate.  El libro de José N. Iturriaga Viajeros extranjeros en el estado de Oaxaca, siglos XVI al XXI, da cuenta pormenorizada del hechizo que siempre tuvo esta ciudad a los ojos de los forasteros. 
  
Con ya algunos años de haber sido reconocida la independencia de México y con el estribillo de que la soberanía residía en el pueblo y que éste estaba conformado por ciudadanos libres por el sólo hecho de vivir en esta nación, en las elecciones no se permitía votar a las mujeres. Seguramente opinaban y tenían gran influencia política, pero ésta no rebasaba jamás el ámbito doméstico. Quizás por eso nuestra autora adrede no puso su nombre, ni su firma en la portada de su manuscrito, –¿le hubiera prohibido el municipio nombrar a dos de sus principales ingredientes, por sediciosos...?– si bien está hecho para ser difundido y ser práctico, pues goza de un ordenamiento en los servicios y de una jerarquía que copiaba el canon de los recetarios que las imprentas publicaban y vendían por todo el país, bajo la forma de suscripciones. No conozco ningún libro de cocina impreso en imprentas de esta ciudad durante el siglo 19. En el catálogo electrónico de la biblioteca Francisco Burgoa no hallé ningún dato referente a este punto. ¿Habrá alguno? ¿Sería éste el primer manuscrito? ¿Nuestra autora habrá aprendido en un convento a guisar? ¿En qué convento aprendió a hacer estas recetas de casa pudiente? ¿Qué élite disfrutaba su mesa, los aceites o los vinagres? Como se ve, los misterios nos llevan cada vez más lejos. 
  
  
LIBROS DE COCINA DEL REY 
  
En 1623 –en Madrid– apareció un libro revolucionario cuyo título era Arte de cozina, pastelería, vizcochería y conservería y su autor era Francisco Martínez Montiño, quien lo sacaba a la luz una vez que le fue autorizado su manuscrito por su patrón, nada más y nada menos que el rey Felipe IV, de la casa de Austria8. Este innovador instrumento que el piadoso rey ponía al servicio de su corte para que ésta se educara en los gustos y modales de su amo, se volvió un clásico del imperio. Algunas de sus más de 30 reimpresiones llegaron a Oaxaca, de eso estoy seguro aunque no tengo la evidencia en la mano. Si no a Oaxaca por lo menos sí a la capital de la Nueva España, de donde editores novohispanos extrajeron y reprodujeron recetas, citas y consejos para llevar la etiqueta real a una nobleza que imitaba a pie juntillas los protocolos reales de la metrópoli. 
  
En 1745 aparece otro libro de cocina. Para diferenciarse del de Montiño se le antepone el vocablo nuevo. Ahora  Juan Altimiras, su autor, le llamará Nuevo Arte de Cocina y como aquél, también tuvo que tener el visto bueno del rey para circular. Le tocó a Francisco Ardit, cocinero mayor de Su Majestad, examinarlo. Su ventaja por encima del tratado publicado más de cien años antes consistía en esforzarse aún más para educar al pueblo –no únicamente a la nobleza– en el arte de comer bueno, bonito y barato. En el texto de aprobación para entrar a la imprenta, el cocinero del rey escribió este guiño: “De todo cuanto escribe el autor he hecho de ello la prueba, y yo no hallo cosa que se oponga a la salud de cuantos con ella quisieren comerlo, ni a la mayor regalía de Su Majestad, pues todo se encamina a contentar el gusto sin mucho gasto, por lo cual es digno de la impresión”....9
  
Los reyes, comelones magnánimos, abrían sus cocinas y alacenas para quien supiera leer y tuviera dinero suficiente para surtir sus cocinas, es decir sus aristócratas, que muchas veces tenían más dinero que Su Alteza, pero mucha menos clase. Pero el gusto por comer sabroso no es exclusivo del poderoso. El éxito del libro de Altimiras consistía en su sencillez, haciendo énfasis en que para comer exquisitamente no hace falta dinero, sino buen gusto, sazón experimentado y mucha higiene. Si algo caracteriza a una buena cocinera, de fogón popular o de alto copete es ese trivium: buen gusto, sazón e higiene. 
  
En el siglo 19 –en México– para la época post-independencia, ya circulaban estos volúmenes europeos. Todos fueron impresos siguiendo los cánones de aquellos cocineros reales españoles: libros con muchas recetas pero ninguna ilustración –si lo hacían encarecerían el volumen y por lo mismo no llegaría a sus destinatarios; en el de Altimiras sólo hay una ilustración de los utensilios indispensables para la cocina–; de formato pequeño, de bolsillo –otra vez con la idea de hacer economías– y una secuencia de los tiempos: sopas, carnes y postres.  
  
Así mismo está ordenado nuestro Arte de cosina anónimo: primero las sopas, luego las tortas saladas, enseguida los platos fuertes (a base de carnes, la “volatería” o aves, salsas, pescados, vegetales) y entre ellos el mole prieto y más adelante el pipián. Las recetas para hacer huevos son seis y las de pescado llamado “bovo” trece, mientras que la de bacalao es sólo una. La autora coloca hacia el final las ensaladas, los pasteles, los tamales y los postres dulces.  
  
Tras leer sus recetas me parece que su proyecto fue creciendo sobre la marcha, según recibía recetas de familiares y conocidos. Eso la obligó a incluir una que otra receta de carne cuando ya está en los pollos y gallinas. Para hacerse más sencillo el trabajo y no tener que volver a repetir, pone referencias a detalles de preparación como ya han aparecido en recetas anteriores o algunas por venir, citando el número de la receta y la página correspondiente. Lo pragmático como una de las virtudes de toda buena ama de casa. 
  
IRRUMPE LO OAJAQUEÑO 
  
¿Cuándo y cómo nace el sabor oaxaqueño que ahora conocemos? ¿Qué es lo que hace que la comida oaxaqueña sea oaxaqueña? 
Difícil cuestión que los historiadores de la vida cotidiana nos ayudarán a responder cuando tomen este tema en serio, pero para concretizar diré que en mi opinión lo que hace oaxaqueño a este Arte de cosina según el uso de la provincia, año de 1829, es el ingrediente favorito de nuestra autora: el chile chilguacle, citado en 31 recetas de las 170 que contiene. 
El libro El cocinero mejicano. Refundido y considerablemente aumentado, publicado en 1834 hace esta precisión en su sección de moles: “El mole poblano y el oajaqueño deben su particular gusto a las clases de chile que les agregan; pues para el primero hacen uso de un chile dulce que llaman mulato, y para el segundo, de otro que en Oajaca llaman chilohatle. Aunque el mulato lo hay en muchas partes, el chilohatle parece ser particular de un pueblo del estado de Oajaca”10... El sabor del chilhuacle dió el toque oaxaqueñístico a su fogón y marca en la «muy noble y muy leal ciudad de Oaxaca», –es decir, la añeja república de españoles patrocinada por la casa real– el triunfo del mestizaje culinario entre ambos mundos, el mesoamericano y el europeo, de manera inapelable y sabrosa. 
  
El chilhuacle es la especia clave del mole negro y del chichilo oaxaqueño. Es el más caro de todos y se da en la región de la Cañada, asiento de los cuicatecos, región de climas extremos, con varios vergeles debidos a la enorme variedad de sus microclimas. Pese a todo, sigue siendo una región bastante pobre. 
  
La influencia europea se huele en todo el libro. Destacan las maneras francesas. La primera receta, pues, se llama “Sopa francesa”... El estilo afrancesado influyó mucho en la cocina española con la llegada en 1700 de la casa de Borbón al trono español, así que no resulta extraña. El 19 fue el siglo francés y aunque convivió en nuestro país con la cocina inglesa, la italiana y la española, su toque sólo llegó a ser desplazado cuando el gusto norteamericano se impuso, al término de la revolución mexicana. De entonces acá, el gusto yanqui predomina no sólo en Oaxaca, sino en el planeta entero. 
  
Pero volvamos al hogar de nuestra cocinera quien seguramente pertenecía a la clase pudiente. Es seguro que perteneciera a la élite mercantil, pues la variedad de ingredientes que cita –como el azafrán– el énfasis en la fabricación casera de embutidos a base de cerdo, el uso general de alcaparras y aceite de oliva, el salmón que se cita en una única receta y las nueces de Castilla, diferenciándolas de las de Cuilapa (sic) y sugiriéndolas a falta de aquéllas, revelan la salud y la amplitud de su alacena, es decir ingresos considerables en esa casa. 
  
Dos raíces más se perciben en esta cocina: la árabe y la española. De la primera hay una receta de postre llamada Alfajor de regalo (número 165). Medio Oriente aportó los sabores agridulces a nuestra cocina, así como el cultivo de la caña de azúcar, que tanto bien le hizo a nuestro chocolate; el azafrán, la pimienta negra, el anís, el ajonjolí, la nuez moscada y muchas otras delicias. La herencia española más evidente es la manteca, la cual dice nuestra autora debe usarse “harta” para saborizar su guiso. Para tener una imagen de sus sabores hay que citar otros de sus ingredientes más comunes: yerbabuena, huevo, ajonjolí, culantro, almendras, miltomate, vinagre y azúcar (no panela, que no la menciona ni una sola vez). Sus carnes favoritas son el cerdo (con especial énfasis en sus “pies”, que ahora llamamos “patitas”) y enseguida la gallina y el pollo. El guajolote sólo lo menciona una vez. Su pescado más guisado es el bovo, actualmente extinguido de la cocina contemporánea oaxaqueña. De bacalao y salmón da una receta. De los moles aparecen el clemole –dice la leyenda fue un invento de sor Juana Inés de la Cruz–, el pipián –de ajonjolí, principalmente–, el manchamanteles y el que se acostumbraba en muchos libros del siglo 19 llamarlo prieto y que hoy conocemos como “negro” o “oaxaqueño” y agrega que si se trata del mole prieto para viernes o para fandango, entonces deberá agregársele mucho miltomate y achote...  
  
En la primera línea de su receta –la número 93– dice así, con quizás calculada vaguedad: Medio frita la carne con su adovo... pero no dice carne de qué animal. Es hasta que llegamos a la receta 161 Tamales para merienda que la autora despeja esta duda, pues dichos tamales son los de mole prieto, envueltos en hoja de totomoxtle y aquí es donde da la instrucción de esta manera:  “Con esta masa se embarran unos totomosles y en uno de ellos bien embarrado se pone la carne, gallina o guajolote, hecho en mole prieto”... Manteca y mole: un matrimonio feliz en la cocina regional. Sólo esta breve receta dedica a este platillo popular que volvió a levantar el vuelo como alimento carismático de pobres y catrines tras la revolución, 100 años más tarde. Pero así es como estaba naciendo en una antigua cocina una nueva identidad regional de la que hoy estamos orgullosos. 
  

LA OLLA PODRIDA 
  
Ocupó un sitio preponderante en toda aquella centuria un antiguo plato castellano de extraño nombre: Olla podrida...  Cuando uno lee la receta suele parecer una exageración muy de Sancho Panza... No existe libro de literatura ni de cocina del siglo 19 que no la resalte. Era el plato favorito del país entero, aunque ahora esté totalmente borrado de cualquier comedor. La receta en este libro es la número 28 y su poética descripción la tomé de aquel hombre que interpuso su pecho entre los fusiles de sicarios y la humanidad de don Benito Juárez y les gritó !Alto, los valientes no asesinan!, don Guillermo Prieto. En su bello libro Memorias de mis tiempos le cantó así a la olla podrida:11
“La olla podrida era la insurrección del comestible, el fandango y el cataclismo gastronómico, la cita dentro de una olla de las producciones todas de la naturaleza”...  
Como el nombre me resultó sospechoso, recurrí a la Wikipedia, que hace esta anotación al respecto: «Suele admitirse que el nombre procede de olla poderida: poderida en el sentido de olla de los poderosos, o bien refiriéndose a los ingredientes poderosos que lleva o porque sólo los pudientes podían acercarse a este plato, cuando el pueblo debía conformarse con hierbas del campo y verduras. La e habría desaparecido por procesos de evolución de la lengua, quedando la palabra como podrida, confundiéndose con el tiempo con la acepción de pudrir12
  
La tortilla de maíz tal como la conocemos hoy sólo aparece en una sola receta, la número 112 titulada Tortillas en chilguacle.  Tras leerla uno se ve obligado a deducir que se trata de las ancestras de nuestras populares enchiladas, entomatadas y los chilaques. 
  
LA MESA HACE 200 AÑOS 
  
Como el recetario se interrumpe en la número 170 desconocemos en qué acababa. Los libros de cocina a partir de que Altimiras incluyó como factor decisivo de la cocina el dinero destinado para su alacena incluyeron hacia el final consejos prácticos para aderezar la mesa y preparar bebidas. Su intención era que hasta la gente más sencilla pudiera obtener el placer de comer sabroso y barato. En la segunda mitad del siglo 19 los libros de esta especialidad publicados en México incluían las normas de conducta en la mesa, manuales de urbanidad indispensables para enaltecer el ejercicio de alimentarse y gozar al mismo tiempo.  Por supuesto las destinatarias del mensaje eran las mujeres, pues ellas educaban a los hijos, diseñaban los menús y los ponían en práctica, aunque en nuestro país, bajo un estado de guerra permanente, resultaron frecuentes –en nombre de la causa– los decomisos de cubertería y vajillas de plata o de cualquier otro metal con el que los contendientes pudieran comprar fusiles y fabricar balas... En el caso del recetario que analizo no resulta ocioso pensar que su cuna fue una cocina reconocida y aplaudida por docenas de comensales que pertenecían a ámbitos poderosos: clero, comerciantes, funcionarios, militares, artistas, masones y gobernantes. Tras leer recetas cuyos ingredientes como el salmón –salmerón, escribe nuestra cocinera– lideraban el festín, es difícil pensar que en esa mesa no hubo gente importante que dirigía los destinos de Oaxaca. 
  
No hay documento histórico conocido que nos desglose el banquete con el que los insurgentes celebraron la toma de Oaxaca, en noviembre de 1812. Imaginemos por un momento la agitación de las cocineras, la aportación espontánea de finos vinos llevados por los entusiastas, el préstamo de una regia vajilla para la ocasión, la preparación de unas palabras alegóricas por alguna autoridad... y el pueblo descalzo agazapado en calles y balcones, fisgoneando, en fin, un banquete inusualmente generoso para la causa de la libertad... ¿Qué disfrutó más Morelos, el mole prieto o la olla podrida?, ¿el gigote o los pies de puerco guisados en chileajo? Estoy seguro que se le ofreció lo más típicamente oaxaqueño y que tal sabor no estaba nada lejos del que aquí escribió nuestra autora. 

Una receta particularmente exitosa para ocasiones como aquella es la número 155, titulada Pastel de arina curioso. Es una receta de claros acentos rococó. Consiste en hacer un enorme pastel dejándole un hueco al centro, donde se colocarán escondidas dos pequeñas aves vivas, pájaros o palomas, que en medio de la sorpresa de los comensales emprenderán el simbólico vuelo de la libertad cuando el invitado de honor levante la tapa de hojaldre con flores que la cocinera le puso al curioso pastel... 
  
Quien refleja bien lo que sucedía en el pueblo llano era el periodista José Joaquín Fernández de Lizardi, el Pensador mexicano. Su novela El periquillo sarniento describía el modo como se comportaba la naciente sociedad mexicana, cómo vivía, qué comían, cómo burlaban a la autoridad y sobrevivían a las ambiciones de los poderosos estamentos: clero, milicia y burócratas... En otra novela titulada La quijotita y su prima, que estoy seguro leyó nuestra autora, Lizardi describe cómo debe ser educada la mujer. En resumen, las féminas del siglo 19 no deben dedicarse a leer libros pues podrían llegar a enloquecer, como don Quijote de la Mancha. Su función es ser madres y llevar la administración de la casa, que gira alrededor de la cocina y su alacena. Es una sátira jocosa que refleja lo que entonces no estaba a discusión: el hombre a la guerra y al poder y la mujer a la iglesia, la cocina y la cama. 
  
Andrés Portillo, el intelectual más respetado de la ciudad a fines del siglo 19, publicó en 1899 La hija del cielo. Estudios poéticos sobre el destino de la mujer13, de donde tomo esta estrofa del poema La esposa:  
  
Enseñadla a ser buena, a  ser piadosa; 
que tenga en el deber los ojos fijos; 
no descuidéis su educación virtuosa 
porque tiene que ser para sus hijos, 
con su fe, su cariño, su experiencia, 
como una segunda Providencia. 
  
Por otro lado, esa alacena a la que se tiene que recurrir habla también de los ingredientes que se consumían en Oaxaca, producidos de manera autónoma en esta ciudad o en las poblaciones aledañas, pero tampoco ajena a la importación de ultramarinos. Llama la atención que la autora enfatiza si los guisados “son para viernes o fandangos”, pues lo que los diferencia de los demás días es el uso de ingredientes que sólo podrían llegar frescos al mercado en determinados días, como el camarón. Los días viernes se programaba el consumo de carne en el hogar. Esto me lleva a pensar que ocurría así por dos razones: primero porque con motivo del déficit de las finanzas públicas si a algo le aumentaron fuertemente los impuestos fue a las carnicerías y, segundo,  porque el día de plaza era el sábado y por consiguiente el viernes se podía ordenar la compra de cárnicos recién hechos, o en el proceso de hacerse o de llegar acarreados por recuas regulares desde los 4 puntos cardinales: Istmo con su lisa y camarón; de la Sierra Juárez el bobo; de por Ocotlán el venado y los guajolotes y quizás de por Nochixtlán los carneros. 
  
Para 1829 el mercado que ya funcionaba como tal es el que actualmente ocupa el Juárez Maza, en el costado sur de la Casa Fuerte –ex colegio de la Compañía de Jesús–. Andrés Portillo en Oaxaca en el Centenario anota que ese predio había sido conocido como la Plaza del Marqués. Hernán Cortés había hecho construir su casa en donde hoy está la Casa del Mezcal, donde estuvo hasta 1931 el Portal de la Alhóndiga, derribado a consecuencia de los daños que sufrió con el terremoto de enero de ese año. El acaudalado minero de origen portugués Manuel Fernández Fiallo compró esa plaza, la dotó de una fuente y la destinó a los productores pobres, para que vendieran su mercancía sin necesidad de intermediarios. Así es que para la época, la gran plaza estaba ocupada por pequeños puestos cubiertos de palma o de tejas. Las carnicerías estaban alineadas en la calle que desemboca a esta plaza y luego toma el nombre de Las Casas. El comercio, ya se sabe, estaba en los alrededores y en los portales. Otras plazas que en diversas épocas fueron mercados provisionales son las actuales del Zócalo y la Alameda, que fue desocupada cuando el viejo hospital de San Juan de Dios se habilitó como mercado, hacia 1862. Otros mercados de este tiempo son el de la Merced (1861) y el Sánchez Pascuas o del Carmen Alto (1870), pero ya no le tocó a nuestra autora surtirse en ellos.  
  
A fines del siglo 19 los libros de recetas de cocina estaban ya francamente dedicados “a las señoritas mexicanas”. Con este lema salían a la luz pública libros, fascículos y revistas y a lomo de mula llegaban hasta los últimos rincones de México. Ahora se habían modernizado esas publicaciones. Ya no sólo traían la receta, sino además de las reglas de urbanidad incluían remedios para hacer en casa pócimas, ungüentos, jarabes e infusiones. Se llegó incluso a publicar recetas para aliviar a los animales domésticos. El tema de la salud era una constante. También incluirían la moda de París, capital del mundo moderno. Las publicaciones buscaban la fidelidad de sus lectoras a través de la inserción de literatura escrita especialmente para ellas. Cuando la tecnología lo facilitó, las imágenes llenaron sus planas y se agregaron patrones para hacer la propia vestimenta de acuerdo al “último grito de la moda que se veía en el Bois de Boulogne”. La etiqueta lo era todo: cómo vestir para una matinée; cómo hacerlo para una soirée; qué sombrero llevar al teatro; qué color estaba en su apogeo; qué pasta de dientes fabricar en casa para tener un aliento encantador; qué novelas leer y cuáles no. El encanto de la vida burguesa hallaba en los medios de comunicación el canal eficaz para mantener al mundo vivito y coleando. Por supuesto todo dentro de una atmósfera perfectamente cristiana...  
  
El paisano Porfirio Díaz conducía a la patria con puño de hierro forrado en guante de seda y por primera vez en décadas la paz era general y la bonanza económica se transformaba en obra pública de infraestructura: ferrocarriles, mercados, telégrafos, puertos, minería, exportación de plata y otros minerales. 
  
El estado optimista de la clase pudiente en Oaxaca se puede adivinar luego de leer el menú con el que el licenciado Emilio Pimentel celebraba su primera reelección, con la venia de Díaz, en 1906. Pimentel era un hombre cultivado, devoto del savoir faire, un bon vivant que sí sabía lo que era tener clase. Profundo conocedor de la etiqueta francesa, era su casa el mejor lugar para comer como Dios mandaba, así que a la hora de diseñar un menú tan optimista como era la ocasión, giró invitaciones con la minuta impresa primorosamente en tela. Podemos conocerla en la edición que se publicó el año pasado con motivo del centenario del teatro Macedonio Alcalá, obra suya. En la columna izquierda aparecen les crus –vinos por región de origen– y en la derecha les plats, para el perfecto maridaje.  
  
El banquete había sido diseñado por la Casa Magloire. Se sirvió el 1 de diciembre de 1906, en esta ciudad14
Jerez-Vieux: Potage Longchamp.
                Langouste à la russe.
                Poisson à la Cardinal.
Chablis:         Coeurs de filet truffès garnis.
                Cassolettes de foies-gras de Strasbourg.
                Poulardes à la flamande.
Pontet Canet:         Spum Glacé grand governeur.
                Pointes d´asperges sauce maltaise.
Champagne Mumm: Nois de veau braisée princesse.
Extra Dry         Dartois abricotine.
                Poires à la Bourdaloue
Cognac. Liqueures:         Café et Thé.
LA MESA HACE 100 AÑOS 
  
En el siglo 20, tras la debacle europea de la Primera Guerra Mundial y la aparición del comunismo como una fuerza ideológica en potente estira y afloja con el ascendente capitalismo norteamericano, se impuso el pragmático estilo yanqui. El fin de la cocina francesa había llegado, acusada de grasosa y espesa. En México las revistas que surgían de la postrevolución hacían énfasis en la educación pública, en una nueva gama de valores nacionalistas que requerían de mujeres desprejuiciadas, educadas pero no ya en los valores del cristianismo de Lizardi, sino en la idea más bien liberal-socialista de trabajar y también parir soldados, obreros, líderes, en suma redentores laicos del género humano. El primer paso era la higiene personal, desde matar todos los piojos que vivían en las cabezas de sus hijos hasta las niguas que atormentaban sus pies. Rasurarse, peinarse, lavarse, lavar la ropa, asear el hogar completo, obtener agua corriente y si fuera posible drenaje, luchar por obtener electricidad con la cual servirse lo mismo para el recreo de escuchar el radio que para echar a andar una licuadora, una plancha o mejor aún, un refrigerador y una lavadora. Todo ese ideal de vida se impuso con el predominio norteamericano posterior a las guerras mundiales... y con esa modernización llegó un alud de nuevos hábitos en la cocina de las ciudades mexicanas como Oaxaca. 
  
Para empezar, el horario de trabajo en la gran ciudad de México se unificaba. Ya no era posible pensar siquiera en tener que perder tiempo yendo a comer a la casa al medio día. Ahora producir era lo único importante. Acaso se tendría una media hora para ir por un sandwich o un hot dog. Qué lejana la dicha de ir con la esposa y degustar un guiso bien especiado. Se pensaba en el siglo 18 que las especias tenían el poder de despertar la inteligencia. Al rey francés  Luis XIV le gustaba tomar de tres a cuatro cucharaditas de cuatro o más sopas distintas y prefería las más espesas y las que estuvieran sobreespeciadas con pimienta... Qué decadente ¿verdad?...  
  
Con los nuevos tiempos dictados desde Wall Street a la casa se llegaría a las 6, al “dinner”, es decir, a la cena, que sería la comida principal. La merienda, por consiguiente, pasaba a mejor vida. La siesta ni se diga, era una reliquia de flojos. Por supuesto que ya nadie pensaría perder minutos valiosos mandando a alguien por una jarra de pulque, pues era más práctico destapar una cerveza, que estaba siendo enfriada en la nevera (refrigerador) de la casa, gracias a que ya tendría electricidad instalada.  
  
Salvador Novo hace el retrato curioso de este quiebre de hábitos gastronómicos: El pan rivalizaba con las tortillas y la influencia norteña era avasalladora no sólo en la cuna de los generales con que triunfa la revolución de 1910: carnes asadas, tortillas de trigo, galletitas en el coffe break, el whisky destierra al cognac entre las clases altas mientras la cerveza hace lo mismo con el pulque entre el proletariado. El bísquet llega con los inmigrantes asiáticos a los cafés de chinos y es un desayuno energético, rápido y barato. Aparecen las fuentes de sodas, las ensaladas de frutas coronadas con saludable cotagge cheese, el corn beef nash es cotidiano y el ice cream soda lo nice. Los aparatosos helados italianos se marchan, la perfumada cocina gala se esfuma, se pone de moda ir a “desayunar” con la novedad gringa: el jugo de naranja, el café ligero tipo “americano”, los waffles con tocino, los huevos con jamón... Sanborns mexicaniza el estilo yanqui y es un éxito enorme. Desayunar allí, cerrar negocios, no sólo es lo moderno, es lo correcto.  
  
El Cronista oficial de la ciudad de México, en su célebre libro Cocina mexicana pinta este cuadro respecto a aquellos «mítines» de las 9 de la mañana en que se convirtieron los desayunaderos de la gran metrópoli: Los políticos revolucionarios piden ese tipo de desayunos con bistek y frijoles “porque les permiten trabajar por muchas horas, tantas como el Presidente que despacha en Palacio requiera para conducir los destinos de México”.... Le tocará a Avila Camacho ordenar este cambio de paradigmas de eliminar la pausa para ir a comer a casa. La nueva utopía que construía la posrevolución llamaba al sacrificio colectivo por la productividad, pues igual se movía el ejemplar vecino del Norte. México, hay que recordarlo, trotaba hacia lo que más tarde se conocería como «el milagro mexicano», una bonanza económica de rara aparición en nuestra historia bicentenaria...  Así que eso acabó con la reunión familiar de las 2 de la tarde y la siesta, pero como dice Novo, cambió el horario, pero la dieta alrevesada del mexicano fue para atrás, pues se hizo vasta en frituras y fritangas y hoy en día son un problema de salud nacional y de caótico comercio en todas las vías públicas del país. 
  
Para el norteamericano la cocina cotidiana dejó de ser un proceso para convertirse en un producto. Preferirá lo prehecho, lo precocido, el sabor artificial y la leyenda “cero colesterol” o “low fat”. Para él el sabor es una ilusión y no una sensación y su ritmo lo marcará el reloj de los bancos. En la cultura española el tiempo transcurre lento como en las procesiones. Incluso hay vísperas largas no sólo en las capillas sino en las cocinas, muchas recetas de este libro incluyen el tiempo como un ingrediente indispensable: Debe dejarse en remojo desde un día antes... debe esperarse seis días para que se sahume bien y sepa mejor... etcétera... Comida de otro mundo. 
  
El mismo Novo15 recoge el testimonio del viajero alemán Joseph Bukart, quien escribió Estancia y viajes en México de 1825 a 1834, que es el período en el que se escribe la versión final de nuestro recetario: “El habitante de las ciudades de México se levanta bastante tarde. (...) Al levantarse toma ordinariamente una taza de chocolate con una pequeña pieza de pan y, si no lo ha hecho antes, fuma un cigarro. Se va a la misa y retorna hacia las 8 ó 9 a desayunar: carne asada y un guisado, o bien huevos y frijoles negros; inmediatamente después se fuma de nuevo. Luego se dedican una horas a sus ocupaciones y hacia el medio día, a las once, almuerzan algunas frutas, algo de pastelería, una pequeña pieza de pan, un vaso chico de licor o de vino, todo como en Alemania... Se come entre las doce y la una y he aquí la minuta:  potaje o caldo, que es ordinariamente un simple consomé; sopa, platillo en cuya composición entran el arroz, el pan a la parrilla o pasta hervida en agua y recubierta de manteca de cerdo; olla compuesta de carne de res o de carnero hervida con algunas legumbres, o bien olla podrida, es decir, carne de res o de carnero con gallina, carne de puerco, todo esto hervido junto con una vasija con cebollas y otros vegetales culinarios y sazonado con una salsa hecha de tomates, cebollas y vinagre. A estas viandas les suceden otras carnes preparadas en estofado o asadas y luego vienen los frijoles espolvoreados con queso. La comida se termina con confituras y una crema.” Agrega que una sirvienta hacía las torillas en ese momento y calientes las pasaba a quien las fuera pidiendo. 
  
El mismo forastero nos describe que fue invitado a comer a una casa pudiente, pero extrañamente estaba casi en tinieblas. Su sorpresa fue que todos comían con sus platos en las rodillas. Incluso no usaban cuchillos ni tenedores y si acaso les tocaba un pollo entero, se servían de los dedos para desmenuzarlos y comerlos. Lamenta que la losa nacional fuera tan de mal gusto y calidad pero halaga las confituras y el gusto por las frutas, aunque lamenta que las mesas no se usen a la manera europea. Lo que no sabía era lo de los decomisos de los cubiertos para enfrentar al extraño enemigo... El modo de comer nacional, aún el de la aristocracia cuando Maximiliano fue emperador de México, llamaba la atención de sus cortesanos, como la condesa Paula Kollonitz, quien escribió así en su libro La corte en México en 1867: “Entre doce y una se toma un almuerzo que consiste principalmente en platos nacionales: tortillas y frijoles toman sitio prominente en las mesas de ricos y pobres...” «Maíz, frijol y chile, son los tres amigos del pobre», escribió Prieto en sus memorias... Es el retrato de un país empobrecido gracias a sus conflictos internos. La economía estaba tan en ruinas que Juárez había declarado la moratoria, pretexto del que se había aprovechado Napoleón III para invadir el país y colocar a Maximiliano en un nuevo trono. 
  
El pobre Habsburgo no disfrutó jamás el sabor mexicano, pese a que hizo su mejor esfuerzo. La disentería lo mantenía siempre contra la pared, pues todo le caía mal. Un día dio un sorbo al pulque y se juró a sí mismo no volverlo a hacer jamás. Cumplió su palabra. En contraste, resalta el estilo ecléctico de Benito Juárez. De su puño y letra sabemos sus gustos de comida y también su templada austeridad ante las bebidas alcohólicas. El 16 de junio de 1872, ya viudo,  apuntó el presidente de la república su disfrute:  
  
“Vinos: media copa de Jerez, Burdeos, pulque, sopa de tallarines, huevos fritos, arroz, salsa picante de chilepiquín, bistek, frijoles, postre y café. Entre una y dos de la tarde. En la noche, a las nueve una copa de rompope. Copa chica”16
  
El indio de Guelatao y toda la generación de reformadores habían sido influidos grandemente por los pensadores clásicos. Él particularmente seguía al pie de la letra esta saludable máxima romana: “Despues de la comida, duerme la siesta. Después de la cena, paséate”... 
  
No se ha sabido del todo el nombre de las primeras españolas que arribaron a la Villa Segura de la Frontera en 1521. Sólo he encontrado el dato de que venía un soldado de metálico apellido: Tarifas y su mujer que le acompañaba a quien simplemente llamábanle la Muñiz17. Tarifas suena a árabe, o a judío y es un apellido propio de Extremadura y Canarias. En tanto que Muñiz es asturiano.  Así pues, entre los primeros guisos que debieron haberse hecho y difundido aquí hace 468 años están los de Extremadura y los de Asturias. De Extremadura debe provenir el uso del cerdo como eje de toda su gastronomía, más las aceitunas, ajo, laurel y los embutidos. No sería demasiado fantasioso pensar que la fundadora del gusto por el cerdo en estas tierras fue aquella mujer Muñiz que tuvo que enseñar a su servidumbre indígena desde la crianza del cerdo, su engorda y su posterior multiplicación por estas tierras, todo con tal de mantener a gusto a su compañero de aventuras. Así pues, a primera vista parecería que no sobreviven nombres de antiguas cocineras oaxaqueñas sino hasta la década de 1960, con la publicación de sus propios libros de cocina. 
  
LA MESA DE HOY AQUÍ 
  
En este año de los centenarios, cuando el oaxaqueño que puede hacerlo decide comer fuera de casa ¿qué prefiere? Si se trata de cocina extranjera ha declarado su predilección por la cocina italiana. Hay funcionando 13 restaurantes fundados por italianos, o descendientes de ellos, que no solamente sirven pizzas –pues pizzerías hay una en cada colonia– sino la comida regional de donde provienen.  
A falta de estadísticas municipales confiables, un recorrido por la ciudad más la consulta de guías turísticas impresas y la información subida al internet, me dibujaron este perfil de oferta gastronómica para las clases media y alta: 
  
a.Pescados y mariscos: 27 restaurantes. 
b.Coffe shop y snacks: 25 
c.Taquerías-restaurant y pozolerías: 15 
d.Mexicana contemporánea, de autor: 14 
e.Italiana mediterránea: 13 
f.Naturista y vegetariana: 10 
g.Fast food de cadenas trasnacionales (hamburguesas, pizzas y pollo frito): 9 
h.Oriental (china y japonesa): 6, aunque en rapidísimo crecimiento. 
i.Pollo y ensaladas con aderezos, al estilo norteamericano: 5 
j.Argentina: 3 
k.Francesa: 2 
l.Española: 2 
  
  
Muy lejos ha quedado la predilección por los sabores de Castilla y Extremadura en la Verde Antequera... No cuento aquí los changarros, las antojerías familiares, los puestos ambulantes ni las vendimias de las esquinas, pero no porque no merezcan ser citadas, sino porque no hallé en las estadísticas municipales esta información ordenada por  rubros: antojitos, buñuelos, hot dogs, esquites, carnitas, tamales, barbacoas, clayudas, empanadas y fritangas en general. El INEGI tampoco tiene mejor información sobre estos asuntos. La Secretaría de economía del gobierno del estado, mantiene una página www básicamente hueca, pues no publica información detallada que revele el peso económico de esta actividad gastronómico-popular. La Cámara Nacional de la Industria de Restaurantes y Alimentos Condimentados –CANIRAC delegación Oaxaca– ofreció desabrida información para el propósito de este ensayo en su página electrónica. 
  
Por encima de todas estas cocinas ajenas está la llamada “regional oaxaqueña” que con mayor o menor dosis de contemporaneidad y “fusión” sigue siendo una fuente inagotable de aromas y sabores que han construido la identidad de estas tierras frente a los fuereños. Sin embargo la otra identidad gastronómica, la popular, que no requiere de las teatralizaciones tan del gusto de los chefs contemporáneos, es tan fuerte y su evolución es tan sin dramatismos que pervive silenciosa pero vigorosamente. Hay dos fuentes de este poder de permanencia casi sin cambios: la fidelidad del antojadizo oaxaqueño a todas horas (si es de mañana, tamales; si es de nochecita, molotes) y la nostalgia de los migrantes. Hace pocos años maquilaba yo varias revistas para Mérida; una vez terminadas las llevaba a la terminal de carga de la aerolínea AVIACSA, que cubría esa ruta. Me intrigaba ver constantemente en su recepción unos cilindros compactos, forrados de raffia y atados con mecahilo. Un día pregunté al despachador qué eran esos “rollos” de más de un metro de altura y unos 35 centímetros de diámetro.  
–Son clayudas, me contestó. 
–¿A dónde las llevan? 
–Hasta Tijuana. 
–¿Y eso? 
–Ya de allí las pasan a Estados Unidos. 
–¿Cómo? 
–Sabrá Dios. Nosotros las dejamos ocurre aeropuerto de Tijuana. 
–¿Cuántas llevan? 
–Cinco mil, todos los días. 
–¿De dónde las traen? 
–De por Tlacolula, dicen... 
  
Son particulares que han hecho de aquella ciudad un centro distribuidor de comida oaxaqueña para ambos lados de la frontera. Por lo visto, la demanda la hace rentable. 
La cifra de cinco mil tortillas hechas a mano para consumo en Tijuana me resultó intrigante, así que me propuse averiguar cuántas pizzas vendería una sucursal de Dóminos en Oaxaca, para contrastar los consumos. Lo que aquí pongo son deducciones mías, hilos sueltos atados con información obtenida aquí y allá, pues esa empresa no revela su información estadística. Hallé que en sus horas pico (2 a 6 de la tarde, en fin de semana) despacharían unas 90 pizzas por hora. Eso las hace quedar muy lejanas de la cantidad de clayudas que se consumen en una sola noche en este municipio, en un fin de semana... ¿Cuántas serán? 
  
Frente al vértigo de la vida moderna, las intenciones por hacer que vuelva la vida sensata, la comida agradable, el disfrute de la naturaleza como fuente de comida, la convivencia en la sobremesa, la salud en cuerpo y alma a partir de la elección de lo que comemos, la predilección por lo orgánico, el sabor autóctono y aún la sobriedad en el consumo –Séneca decía que el hombre cava su fosa con sus propios dientes–, sin sacrificar la sofisticación propia del que busca explorar mejor el mundo de los sentidos desatado por una buena cocina, están impulsado cambios sociales de enorme trascendencia, de los que nuestro municipio no es ajeno. El más reciente en el país es frenar en las escuelas públicas mexicanas lo que genéricamente se conoce como “comida chatarra”, pues se ha convertido en una costosa y eficiente maquiladora de infartos, diabetes, compulsividad y otras molestas psicopatologías. Hasta el día de hoy este cambio radical no es sino sólo una buena intención... 
  
La gastronomía local es tema de libros y revistas especializadas desde hace pocos años. Oaxaca se ha puesto al día y puede ofrecer servicios de catering o banquetería que no le piden nada a empresas especializadas de otras capitales. Pueden ser suntuosos, exóticos o versallescos pero generalmente llevan el toque local a través de bebidas autóctonas, bocadillos, platillos, postres, además de ceremonias, fandangos, música, bailes y todo tipo de espectáculos diseñados para resaltar el significado sensual de todo banquete: reunión de muchos con un propósito festivo. 
  
DE CHEFS DE HOY... 
  
Estrellas de reciente aparición en nuestro firmamento son los chefs. Son celebridades. Aparecen en los medios, en las ocasiones especiales, son solicitados, su nombre genera dinero y fama, son empresarios y líderes de opinión.  Menciono algunos cuya trayectoria ya es de dominio público: Alejandro Ruiz Olmedo, de Casa Oaxaca. Ha logrado hacer de los ingredientes locales el foco de atención de cocineros internacionales. Reconocido por instituciones gastronómicas mundiales, ha dedicado considerables esfuerzos en ir mucho más allá de la comida tradicional, siguiendo su afán innovador. Son bienvenidos los vientos de modernidad y la promoción continua que le caracterizan pues la imagen icónica de la comida oaxaqueña que regía hasta ahora se formó en los lejanos años cincuentas del siglo pasado. Hacer que el turismo no vea en nuestros platillos comida para alliens y se ponga reacio a consumirlos y pagarlos, es uno de los trabajos más interesantes que desarrollan los chefs contemporáneos. Otros intentos serán –supongo– hacer un chicharrón bajo en colesterol, o un mezcal que no deje en la boca el sabor de viejos clavos oxidados, o un tejate en lata de aluminio. Sueño que un día una cocinera o cocinero descubrirá la forma de estandarizar el quesillo oaxaqueño, que se convertirá en una de las maravillas de los quesos de clase mundial, pues lo es. 
  
Susana Trilling, norteamericana de raíces mexicanas, a quien le he publicado tres ediciones de su libro My search for the seventh mole, se ha especializado en la divulgación de la cocina de pueblo –dicho esto sin ánimo ofensivo– pues su interés no está en el negocio de la haute cuisine, sino en la experiencia de llevar a sus invitados y alumnos al mercado del pueblo, escoger los ingredientes con los marchantes y retornar a cocinarlos de la mano de ella y sus cocineras, en San Lorenzo Cacaotepec. No recuerdo a otra mayora –o chef– naturalizada oaxaqueña que haya aparecido en el National Geographic recorriendo mercados y explicando los ingredientes para hacer los moles que tanto nos gustan. Tiene otro libro publicado con sus experiencias oaxaqueñas titulado Season of my heart. A culinary journey through Oaxaca, Mexico y actualmente exporta su producción casera de chocolate, sal de mar, salsas y pastas para hacer moles de distintos chiles18

Abigail Mendoza Ruiz es la célebre zapoteca que estuvo en París –junto con Francisca Lorenzo– dando cátedra de los usos del maíz como alimento, bebida y golosina, buscando que la UNESCO reconociera a la cocina mexicana. Abigail es hablante del zapoteco de Teotitlán del Valle y su cocina es la más indígenamente pura de cuantas hay. Atiende en su restaurant Tlamanalli y es constantemente visitada y entrevistada por todos los medios de comunicación nacionales e internacionales. Además de ello, su fisonomía y su atuendo son los propios de las mujeres de esta antigua población, distante a unos pocos kilómetros de donde se halló el vestigio arqueológico de la domesticación del maíz en los Valles Centrales de Oaxaca. Ella no viste como el común de los chefs, sino su propio tocado zapoteca, tejido con lana, lo que la ha hecho una de las mujeres más retratadas y carismáticas de Oaxaca. 
  
Juan Carlos Guzmán Toledo es el chef ejecutivo de La Catrina de Alcalá. Originario de Asunción Ixtaltepec (1973), y preparado en restaurantes de Estados Unidos –mientras fue un trabajador indocumentado– le ha dado a la cocina del Istmo de Tehuantepec un aire de renovación y glamour. Estricto como debe de ser, acude él mismo a seleccionar a sus proveedores, distantes 300 kilómetros de distancia. Su trabajo ha desprejuiciado la cocina istmeña y ha enaltecido mucho los sabores, colores y texturas de la que es la región oaxaqueña con más influencias mundiales, a lo largo de su historia. Toda la sensualidad de esa cultura mestiza, Guzmán Toledo la ha convertido en platillos exitosos. En 2008 él y yo hicimos una degustación a ciegas. Como parte de mis clases de diseño gráfico en la Licenciatura en artes plásticas y visuales, puse a mis alumnos el ejercicio de conocer el mundo con los ojos cerrados. Siendo pintores y escultores, pensé que les sería muy intrigante conocer algo totalmente desconocido sin usar la vista. Así es que le platiqué la idea a Juan Carlos y él diseñó y condujo el ejercicio. Nos llevó por un mundo de sensaciones inéditas: usar las manos para tomar la comida, sentir su temperatura, textura, forma, peso y tamaño con los dedos, además de usar la nariz para distinguir el tipo de fruto que teníamos enfrente; escuchar cómo crujía un totopo y cómo la lengua matizaba lo dulce con lo salado, lo cremoso con lo áspero se convirtió en una experiencia inolvidable para mis alumnos y para mí mismo. Juan Carlos nos había sorprendido a todos. Luego hizo un ejercicio similar con un grupo selecto de pintores oaxaqueños, entre los que recuerdo a Amador Montes, Ana Santos, Rolando Rojas, Manuel de Cisneros y Emiliano López Javier. Es el tipo de chef que sabe construir mundos inimaginados.  
  
DE COCINERAS Y COCINEROS DE AYER... 
  
En los 90, la influencia de la cocina molecular inventada por el chef catalán Ferran Adriá, llegó a Oaxaca. Animó a un chef francés19 que habitaba esta plaza a experimentar con la deconstrucción del chocolate oaxaqueño. Su anhelo –o locura– era meter todo el sabor de una taza del espumoso cacao en un bombón, al estilo praliné. Siguiendo la teoría científico-gastronómica del mejor chef del mundo de aquella época, se esmeró por armonizar cada molécula producida con la revoltura del cacao con la canela, el azúcar y la leche fresca para obtener la cremosidad del chocolate suizo, el aroma del chocolate italiano y la elegancia del chocolate vienés, pero con el sabor oaxaqueño... Una revolución en el mundo de las golosinas finas intentaba, sin embargo –hasta donde me quedé– nuestro chocolate todavía no se dejaba domar... 
  
Yo he editado libros como Las recetas de la Tía Rosaura y otros guisos de la cocina oaxaqueña (1997), de la autoría de Hugo Altamirano Ramírez (1949-1999)20. La Tía Rosaura, apuntó en su introducción, nunca casó, pero sirvió en la cocina por décadas a su familia. Tuvo una particularidad: no permitía a nadie ajeno en su cocina. Ella era sola frente al mundo y éste la aclamaba una vez que volvía a abrir las puertas y despachaba los platos. Como mucha gente de su generación, que se enfrentó a la escasez, carestía y hambrunas que produjeron las disputas durante la revolución mexicana –como la más triste del siglo, ocurrida en «el año del hambre», en 1915– aprovechaba como condimento el salitre de los muros viejos de las casas donde vivió. Quién sabe qué otros ingeniosos recursos tenía, pero consta que producía maravillas. Este libro alcanzó varias reimpresiones, acumulando casi nueve mil ejemplares vendidos. Un buen día Altamirano, quien era historiador, halló la reliquia de su querida pariente y se esmeró en su publicación, que apareció bajo el pseudónimo de Ana Rosaura de Paola y Luna, nombres de sus hijas. Hizo una muy bella edición, que ilustró con viñetas que dibujó y aderezó con frases a propósito como “A todo se acostumbra el cuerpo, menos a no comer” y “Frío o caliente, pero a sus horas”... y tuvo enorme éxito entonces. Por ese tiempo habíamos creado la Cofradía del Mole y el Mezcal y Hugo fue de sus fundadores. Martha Vila –mi esposa– se encargaba de dirigir la cocina en casa y buscábamos que alimentos y bebidas fueran deliciosos, abundantes y hechos con las recetas oaxaqueñas más auténticas. Así compartimos tertulias felicísimas alrededor de mezcales conseguidos con pequeños productores de pueblos donde se produce mezcal minero. La mesa de la Cofradía recibió artistas, poetas, historiadores, escritores, sacerdotes, arqueólogos, periodistas y amigas y amigos entusiastas. La debacle económica de 1995 nos dispersó a todos, pero una de las sesiones más memorables ocurrió en casa de Hugo Altamirano, donde su esposa Zoila Carreño –excelente cocinera– y sus hijos agazajaron de manera inolvidable a la Cofradía del mole y el mezcal.  
  
  
En los años ochentas, Ana María Guzmán de Vásquez Colmenares dio a la imprenta el tomo más ambicioso hasta entonces respecto al mestizaje gastronómico local, no solamente el de la capital. La portada la ilustró un dibujo de Rufino Tamayo; los interiores, fotos de mercados –viejas y recientes–. Abría con un extenso ensayo histórico sobre el tema y contaba con pasta dura tipo «cartoné». Se usó un papel de algodón color marfil y tintas sepia y castaño oscuro para crear a lo largo de su lectura una atmósfera nostálgica. En Tradiciones gastronómicas oaxaqueñas (1982) recopiló recetas que guardaban celosamente familias de la élite de esta ciudad, lo mismo que cocineras del pueblo. Cubrió toda la gama de los servicios: desde sopas hasta postres y bebidas y causó una grata impresión entre la gente que consiguió uno de los dos mil ejemplares que se imprimieron. Resulta interesante citarlo ahora porque en las páginas 330-331 se enlista a quienes aportaron información útil y destacan las señoras cuyos apellidos las ligan con las familias de mayor abolengo y antiguedad en esta plaza. Nada extraño resultaría que alguna de ellas fuera heredera de la autora de nuestro Arte de cosina... y en consecuencia aquel gusto habría transitado así por casi dos centurias alrededor de las cocinas del centro histórico, por transmisión oral o manuscrita. 
  
Entre las mencionadas como fuente bibliográfica aparece María Concepción Portillo de Carballido.  La profesora Portillo había publicado un año antes su Oaxaca y su cocina (1981). Fue un suceso entonces y alcanzó 3 ediciones, siempre aumentadas y financiadas por su propia autora. La señora Portillo (1911-1996) perteneció a una familia de clase acomodada, prestigiada, intelectual, pero se entregó a la enseñanza de su sabiduría en la cocina sin prejuicios. Todas las «niñas bien» del Oaxaca de los años cincuentas fueron enviadas por sus padres con ella para ser enseñadas en el arte de la cocina antes de celebrar su matrimonio. Cocinar era parte fundamental de la buena educación de una chica casadera. Doña Ma. Concepción era una mujer de elegante porte y esmerada educación. Se entregó por 32 años a dar clases de cocina y repostería en la escuela primaria pública Basilio Rojas. En el turno matutino a los niños y niñas y en el nocturno a los adultos que iban por su educación básica, a partir de 1953. Su maestría viene de su propia madre Sofía Portillo Abascal de Portillo, y sus abuelos Concepción Abascal y Andrés Portillo –autor del célebre libro Oaxaca en el Centenario–. En la contraportada de su libro se reconoció como cocinera heredera de las monjas sor María Teodora Palacios (1811), sor Dorotea Mejía (1834) y sor María Rafaela de Santa Rosalía (1853), de cuyo árbol genealógico formó parte. En su biblioteca personal aún se encuentran los libros de recetas que recibió de aquellas religiosas, quienes pusieron sus nombres en las primeras páginas de esos volúmenes, advirtiendo «su propiedad». Entre estos antiguos recetarios decimonónicos que su hija Concepción muy amablemente me mostró están El cocinero mejicano, de 1834 y Novísimo arte de cocina, con la página de la fecha ya deteriorada21. Cuando doña María Concepción publicó su propio libro, lo hizo poniendo sus recetas bajo la protección celestial de la Virgen de la Soledad, cuya foto abre el volumen. Lo dedicó a sus hijas y a las mujeres oaxaqueñas. 
  
En 1964 aparece un libro de hermosa portada a todo color titulado Cocina oaxaqueña. La editora y compiladora fue la célebre Josefina Velázquez de León, directora de una academia que llevaba sus apellidos y que publicó recetarios de todos los rincones del país. Unos meses antes se había mudado a esta ciudad por una corta temporada para encabezar este proyecto editorial que tenía como objetivo obtener dinero de su venta para destinarlo a la construcción de la Casa del Niño Desamparado, lo que hoy conocemos como Ciudad de los Niños, del Padre José Miguel Pérez García. Las damas oaxaqueñas entregaron algo más que sus buenos deseos. Se organizaron bajo la dirección de doña Josefina y aportaron lo mejor que tenían: sus recetas. En el prólogo, la maestra Velázquez de León reconoce que el libro nace por iniciativa y organización de la señora Prudencia Dorantes de Rebolledo, directora de la Academia de Cocina y Repostería de la ciudad de Oaxaca y recoge los nombres de las cocineras ayudantes: Raquel de Migoya, Flor Brena de Córdova y Conchita Portillo de Carballido, a quien hace un gran elogio. Las señoritas ayudantes fueron Eva y Olivia Prado Garrido.  
También este libro llevó como primera ilustración un retrato de la Virgen de la Soledad, fotos de sus jornadas en la cocina, rodeadas de una enorme cantidad de mujeres jóvenes. La portada de 1964 lleva una ilustración de mujeres ataviadas con trajes regionales, recordando el estilo heroico y nacionalista de Jesús Helguera, aunque no aparece el crédito del autor.  

Los esfuerzos nacionalistas para educar particularmente a la gente modesta le hizo a la maestra Portillo concluir en 1977 su Programa de Cocina y Repostería para la Dirección General de Educación Fundamental, del gobierno del estado. Con gran detalle se establecen allí los pasos escolares para que el alumno sea «capacitado para desempeñarse como cocinero y repostero». La primera lección era la escrupulosa higiene personal y de la cocina. Con este mismo espíritu, doña María Concepción también fue maestra muchos años del proyecto Mejoradoras del Hogar Rural, impartido en la Academia de Protección a la Joven. Gracias a su propio talento, dio cursos de cocina regional oaxaqueña a grupos provenientes de California, Chicago y Nueva York que con el tiempo publicaron reseñas de su cocina en revistas especializadas norteamericanas. Todavía hay chefs extranjeros que confiesan haber sido sus alumnos y se sienten orgullosos de ello. Doña Concepción fue pionera en ese sentido de las  clases de cocina entre alumnos que llegan básicamente para aprender español.  

Siendo su esposo, don Augusto Adolfo Carballido Orozco, oriundo de Ejutla, la señora Portillo incluyó en su libro recetas de guisos locales de aquella ciudad, de Miahuatlán, de la Mixteca y de Sola de Vega. Cuando se trató de caracterizar lo que nos identificaba como cultura gastronóma, hizo esta jerarquía: a)Los siete moles; b)la cecina y los chorizos; c)los chicharrones y los biuses; d)el chocolate y e)el pan de yema. A diferencia de otros recetarios, ella incluyó pescados y mariscos exóticos, como la cucaracha de mar, pero ya no aparece ninguna receta con el pescado bobo, ingrediente estelar en la mesa oaxaqueña siglo y medio antes. Un nieto de la maestra Portillo, José Manuel Carballido Ricárdez, se desempeña como chef en Barcelona, España, actualmente. De esta manera la tradición vuela por encima del tiempo...
  
En la revista Oaxaca en México (1959-1965) y el diario Carteles del Sur (1965-1987), que dirigía mi padre Néstor Sánchez H., se publicaron secciones de gastronomía cotidianamente. Antes de la aparición de Oaxaca y su cocina, ésta sólo aparecía mencionada en crónicas, pero de manera fragmentada. Recuerdo a dos cocineros –no les diré chefs porque ellos mismos rechazaban esas ínfulas– con los que mi familia departía con alguna cotidianidad. El primero de ellos fue Miguel García R., Miguelón... Un banquete de su confección que aún recuerdo, aunque yo era un adolescente, es el chichilo que nos sirvió en su casa de Mitla. En las tertulias que se hacían frecuentemente en casa de mis padres, la comida –espléndida, que hacía mi madre María Islas– era un foco de atención, al igual que la bebida, así que por allí salió el desafío de ver quién hacía el chichilo más guapo del mundo y... ¡ganó Miguelón! Un buen día llegó a la redacción de mi padre y puso la fecha, la hora y el lugar. Insistió que fuéramos todos y obedientes así lo hicimos. No solamente reconocimos la majestad de su cocina, sino su buen gusto para aderezarlo todo: la mesa, la humilde habitación de adobe, las bebidas, los postres, las tortillas, el mole, el mezcal, la charla, el festejo, la dicha entera. Años después me pregunté de dónde habría sacado este zapoteco su gracia para la cocina... Fue artesano pobre toda su vida. Vivía de la venta de piñatas primorosamente decoradas con motivos mexicanos. Tuvo un puesto pequeño en el mercado de Abastos. Durante muchos años fue el campeón de los concursos de la Noche de Rábanos, en la categoría de hoja de totomostle. El gobierno lo llevó a todas partes donde se necesitaba presumir el arte popular de Oaxaca. Él le aseguró a mi madre que solamente le daría a ella su libro de recetas, que eran muchas pero estaban por aquí y por allá, pero su primera lección práctica nos la acabábamos de comer. Prematuramente una muina le quitó la vida, al haber sido asaltado su pequeño comercio, y nunca más supimos de ni de sus recetas ni de sus libros ni de sus demás obras, pues también tejía, cosía, pintaba y demás. 

En aquellos años sesentas hubo curiosidad por un mole que se decía estaba en peligro de extinción: el chichilo. Guisado clásico de la Sierra Juárez, se había diluido bajo la sombra del mole negro. Por esta razón dos hermanas que tenían una popular antojería por las calles de González Ortega, –atrás del templo de la Merced– María y Matildita Mendoza Morales, dieron a conocer a través de la revista Oaxaca en México sus propias recetas de dicho mole. Fueron publicadas con un reportaje y fotos de ambas en su cocina en el número 24, de junio de 1963. Poco a poco tan sabroso platillo volvió por sus fueros, siendo ahora uno de los siete magníficos moles que integran la carta oaxaqueña. El peligro de olvidar una receta, un estilo, un ingrediente, es una posibilidad siempre presente. 
  
El otro artesano de la cocina fue el famoso “Pancho Cocina”, apodo de Francisco Ruiz García, natural de Sola de Vega. Hombre de teatro al que llamaban «Fransoá de la Cociné», también fabricaba piñatas y a decir de los lenguarijos de la época, la misma destreza demostraba para entonar «una grasa para zapatos que un mole negro»... Se dedicó a dar clases de cocina en las escuelas públicas, cuando se estilaba esa materia en primaria y secundaria y se enseñaba a los jóvenes a hacer conservas, sopas y otras cosas sencillas. Esto ocurría allá por los años cincuentas y sesentas. Se llenó de libros y aseguraba haber escrito alguno de cocina. Su biblioteca personal la donó a su pueblo y supongo que allí debe estar.  
  
Doña Arcelia Yañiz ha publicado en la revista A Contragolpe –dirigida por Guillermo García Manzano– una serie de semblanzas de las cocineras de mediados del siglo pasado en Oaxaca, pero además está escribiendo un libro donde con mayor detalle hace la historia de ellas, cocineros, fondas, restaurantes, merenderos, cenadurías, antojerías y taquerías del Oaxaca que le tocó vivir y disfrutar.  De sus datos retomo estos: Doña Elpidia, sobre la calle de Miguel Cabrera. Este restaurant fue el favorito de la clase gobernante en los cincuentas del siglo pasado. La única época de bonanza que tuvo Oaxaca en esa centuria. La construcción de la Carretera Panamericana rompió el aislamiento de la capital y en general de todo el estado. Si algo se impulsó entonces fue la construcción de carreteras hacia los cuatro puntos cardinales. Eso atrajo a mucho forastero que se quedó a vivir aquí. Con ellos llegaron modas, estilos, sabores, modismos, gustos... todo enriqueció la apacible vida provinciana pues dinamizó la economía regional de la capital. El turismo tuvo una vía menos incómoda para llegar a conocer los encantos novohispanos y mesoamericanos de los Valles Centrales... Pero debo volver a la comida. Ésta era buscada particularmente por su autenticidad. Los mercados 20 de Noviembre y Juárez Maza eran proveedores de la imagen más positiva de lo oaxaqueño. El encanto del comedero de doña Elpidia, que también hacía las veces de casa de huéspedes económica, era su patio de aires novohispanos: arbolado, lleno de macetas con bien cuidadas plantas y flores, lo que le hacía fresco y bucólico, silencioso y antiguo. El problema –más bien la atmósfera que refleja un modo de ser– era que siempre tuvo nada más que un solo mesero, siempre, así hubiera uno o cincuenta comensales... No obstante, eran el sabor y el ambiente los que lo hicieron favorito de la clase política oaxaqueña de aquellos años. El restaurante aún funciona, pero no es más lo que fue. 
  
Un sexenio más tarde, los comensales se mudaron al Coronita, del zaachileño Raúl Luis Zárate (1922-2003). Este hombre había puesto su pequeña tienda de abarrotes en la calle de Aldama, en el corazón del mercado. Entre otras cosas vendía cerveza de la marca Corona y ocurría que al medio día llegaba a comprársela la sedienta gente trabajadora del barrio. Un día alguien le pidió si no tenía algo para «picar» –alguna botanita– y estando allí su esposa doña Carmen Valle (1931), ésta se puso a prepararla tan sabrosa que la voz se corrió. Era 1948 y el pequeño local resultaba insuficiente para atender a tantos albañiles, tablajeros, comerciantes, cargadores, choferes, políticos y deportistas sedientos y hambrientos.  
En 1951 el éxito era arrollador. Don Raúl vendía a la semana un furgón de cerveza y había llegado la hora de ampliarse, además tenía un as bajo la manga: su mujer, quien habiendo sido huérfana desde niña fue educada por monjas y enseñada por éstas a guisar. Su ingenio le hizo crear su propio estilo y así bautizó como «Botana Coronita» a un platón surtido que hizo historia: contenía manitas de puerco, quesos fundidos, costillitas, tostadas con asiento, chiles rellenos, chorizo, tasajo y un sin fin de sabores, aromas texturas y colores. Aún hoy se puede disfrutar en su local de Díaz Ordaz número 208. No paró allí la cosa pues teniendo el éxito tocando con ambas manos a su puerta doña Carmen se esmeró en lo que son sus especialidades gastronómicas: moles y caldos de pollo como el «Coronita», el de gato, de guías y muchos otros. Atenta a los gustos de sus comensales, también sedujo a la colonia española residente en Oaxaca guisándoles cosas que no se acostumbraban antes: riñones, pollos al vino blanco, bacalao a la vizcaína, etcétera. Por su parte don Raúl se las ingeniaba para crear un ambiente diferente en su restaurante al que decoró con enormes pinturas murales con escenas de Monte Albán, el árbol del Tule, Mitla y una hermosa tehuana, obras del pintor local R. Mena... Creó un ambiente que exaltaba los valores regionales y pronto fue aprobado por todos y se convirtió en el sitio de recreo para el tout Oaxaca: artistas, políticos, estudiantes y forasteros, atendidos con el buen humor negro de don Raúl. Allí se comía al estilo Oaxaca, con mezcal minero y de pechuga... Rufino Tamayo y Olga lo tomaban como su cuartel general cuando llegaban a Oaxaca con amigos extranjeros para presumirles el sabor, aroma y color de la cocina local. Doña Olga era prima hermana de don Raúl. Luis Zárate fue, pues, el divulgador del platón oaxaqueño al que recurría Raúl Velasco en su programa de televisión Siempre en domingo y Jorge Saldaña en el suyo. Jacobo Zabludosvky también le entrevistó para dar a conocer sus platillos. Esta labor de divulgación de la cocina oaxaqueña se extendió con reportajes que le publicaron el New York Times, el ABC de Madrid y Le Figaró, de París. La prensa nacional con frecuencia lo buscaba y no se diga la local. Don Raúl tenía carisma, pero no sólo eso, pues él mismo escogía a sus proveedores y checaba la calidad de sus productos. Por ejemplo el mezcal lo compraba personalmente en Santa Catarina Minas, cada jueves. Ese mismo día iba hasta Zaachila a escoger la carne de cerdo para su cocina; los sábados muy temprano se iba por chivos a Tlacolula y si se trataba de res entonces se dirigía a Zimatlán. Así es como se forjó la comida oaxaqueña ese menú y esa imagen tan regias, que aún atraen a miles de turistas nacionales, estimulando nuestra economía.
  
Antes del Coronita la sociedad oaxaqueña fue testigo de otro suceso gastronómico: la llegada de los tacos al Zócalo. Llegó desde México a esta capital don Miguel Nájera Contreras (Celaya, Guanajuato, 1915-1992) al despuntar los cuarentas. En su temprana juventud fue luchador profesional, rudo, bajo el alias de Cocoliso Nájera. Luego llegó a ser campeón mundial de pelota vasca y se la vivía en el Frontón México. Al terminar los partidos se reunía con sus amigos y les cocinaba la cena ante sus insistentes rogativas. Alguien allí le dijo que había una plaza de gerente en una mina de mica en Oaxaca. En plena guerra mundial, Estados Unidos compraba toda la producción, así que la perspectiva económica parecía excelente. La primera noche que salió a dar vueltas al zócalo lo flechó el amor y se quedó para siempre en esta ciudad, casado con doña Margarita Figueroa Bustamante. En 1953 fundó su pequeña taquería El guajolote, donde cada taquito de carne valía 60 centavos. Estuvo ubicado a un costado de La Primavera, en el Portal de Flores. Su éxito fue inmediato y enorme. Para entonces ya era popularmente conocido como Miguelito. Tres años después abrió en la parte alta del mismo local el Merendero el Tule y cosechó nuevos éxitos, que se prolongarían años después al abrir Mi casita, en 1976, en la esquina de ese mismo portal que ve hacia la catedral. Allí iba uno a probar todos los moles inventados y aún las innovaciones que se le ocurrían. Había decorado todas las paredes del restaurant con los menús de cada uno de los restaurantes que había visitado en sus cotidianas vueltas gastrófilas por todo el planeta.  
–Obviamente, todos me los volé... decía en tono jocoso.  
Tuvo una personalidad muy fina. Encarnó al perfecto anfitrión, aquella suerte de posadero del siglo 18 que recibía a sus clientes en la puerta misma y no los dejaba de apapachar hasta que se retiraban satisfechos del todo. Gracias a su estilo tuvo una clientela muy amplia. Atendía a grupos, convenciones, colegios, clubes y ellos le contrataban para que fuera a distintas partes del país y les llevara banquetes de cocina oaxaqueña. Así que en ese sentido fue pionero de la divulgación de nuestra comida en muchas partes del norte y centro del país, antes de que la televisión descubriera a don Luis Zárate. Llevó los chapulines, los moles, el mezcal, las clayudas y el quesillo a Buenos Aires, Houston y Madrid.  
  
Me tocó asistir a algunos banquetes que sirvió en esta ciudad, donde se me hizo evidente porqué su estrella de cocinero brillaba tanto. Una vez que todo marchaba ya sobre ruedas, los señores invitados, dispersos a lo largo y ancho del salón, se reunían como un estado mayor alrededor de Miguelito. Allí se improvisaba la más divertida sobremesa porque el anfitrión sacaba invariablemente una botella del mejor cognac francés o brandy español (sus favoritos), y teniendo a la mano las copas adecuadas, servía generoso a todos. No dejo de recordar la dicha que inundaba al grupo. El trato exquisito de Miguelito Nájera generaba un elegante ambiente bohemio.  
  
La novedad de la capital del país eran los cafés de chinos apenas concluía la Segunda Guerra Mundial. En esta ciudad, el restaurant La Ilusión fue el primero que trajo ese sabor por aquellos años y consiguió el aplauso unánime del vecindario. Este modesto restaurante estuvo en la esquina de 5 de Mayo y Murguía. Su cocina era buena y barata –especialmente las enfrijoladas– y el comedero tenía las mismas «cabinas» que sus colegas asiáticos –asientos cortos forrados de plástico y respaldos rectos y altos– así es que se convirtió en el centro de tertulia de todos los periodistas de entonces. Un buen café con leche, servido en vaso alto de cristal con una cuchara de metal opaco, muy larga, más un bisket, eran todo lo que necesitaba un modesto estómago de reportero para recuperar fuerzas. Eso ocurría en el ya desaparecido La Ilusión, que también transformó otro hábito local, introduciendo masivamente el pollo rostizado para la cena de Navidad,  junto con el desaparecido primer autoservicio de abarrotes La Piñata, sobre la avenida Hidalgo. Era el práctico y moderno estilo yanqui extendiéndose en todas direcciones por la ciudad. 
  
LAS CHINAS OAXAQUEÑAS 
  
En las bebidas refrescantes por supuesto que el estilo lo impuso doña Casilda Flores Morales (1910-1995). La popular horchatera, vestida de china oaxaqueña, detrás de enormes ollas de Atzompa, con joyería de filigrana en cuello y orejas, risueña siempre, salía en fotos de diarios y revistas nacionales despachando vasos de agua coronados de tuna a presidentes, candidatos, clérigos, sabios y reyes y reinas del mundo entero. Hoy atiende el puesto su nieta Irinea Valera Abella, séptima generación de aguafresqueras. Su historia familiar se remonta al siglo 19, cuando doña Petrona Morales Contreras tenía un pequeño puesto en el zócalo de esta ciudad. En él despachaba agua de chilacayota, de limón con chía y cerveza de piña –distinta del tepache, pero su receta desapareció para siempre. A su hija doña María González –falleció en 1940– le tocó pasarse al moderno mercado construido con hierro que se bautizaría como Porfirio Díaz y tras la revolución como Juárez Maza. Allí ella inventó la laboriosa horchata de almendras, receta que enseñó a su sobrina, doña Casilda, quien entró a trabajar a su lado siendo una niña. No solamente le hizo ese beneficio sino que le rogó que cuando un estudiante pobre acudiera a su puesto solicitando un vaso de agua para mitigar su sed, no se lo negara jamás ni le cobrara un solo centavo. Tal máxima doña Casilda la cumplió de mil amores, encarnando el espíritu de la samaritana de las sagradas escrituras. Dejó su estafeta en manos de su hija María Teresa, que todos conocemos como la Chatita y tras la muerte de su hijo Gerardo el puesto ahora lo dirige Irinea, su primogénita.  
Casilda fue una honesta lideresa política en sus tiempos y unió fuerzas con los estudiantes del Instituto de Ciencias y Artes cuando la sociedad en general fue agraviada por abusos de los gobernantes. Entonces alzó la voz y fue solidaria con los jóvenes y éstos la recordarán siempre como un alma generosa, desprendida de intereses políticos personales. 
Su caso es icónico, pues se basó en el carácter de la china oaxaqueña. Ellas son mujeres de rasgos mestizos, urbanas, de origen popular pero muy seguras de sí mismas, trabajadoras, cordiales, auténticas, creativas, devotas, diestras en su oficio y, sobre todo, con un nombre propio. Casadas, solteras, viudas o abandonadas, representan el tipo de mujer autónoma en lo económico. La china oaxaqueña siempre fue una mujer echada para adelante, que se valía por sí misma y se desarrolló dentro de su propia esfera social con gran donaire y soltura, pero sin renunciar a su feminidad ni a su ternura de madre, novia o esposa. Su modo de vestir tan particular, su garbo para lucirse como hembra, su felicidad para bailar sin necesidad de tener pareja varón, su gusto por la filigrana y los colores encendidos en su atuendo, la han hecho un icono muy interesante que recomendaría estudiar a fondo. Todos esos elementos son fruto de su cultura zapoteca, en la que el matriarcado y aún el matronazgo son clave para entender la evolución de la cocina regional. Su par son las chinas poblanas, imagen de la mujer mexicana salerosa de finales del siglo 19, cuyas actitudes, atuendo y gallardía se mostraron ampliamente a través del cine de esa época.  
Otro elemento que caracterizó este regionalismo –impulsado por el nuevo régimen revolucionario que exaltaba lo nacional– fue el uso de utensilios de uso popular: ollas de barro, cazuelas enormes, «camas» de alfalfa o lechuga bajo los chiles rellenos, palas de madera para mover el mole, molenillos decorados, jícaras policromadas o naturales, jarros de Atzompa, canutos y cantaritos de mezcal, servilletas para tortillas bordadas a mano... Toda esta parafernalia cada vez está más ausente de la comida oaxaqueña aunque constituyó una identidad que funcionó para su época. Hoy mentes frescas están renovándolo todo, como tenía que suceder, pues los gustos del consumidor jamás son estáticos.  
  
LA ABUELITA 
  
El origen de la fonda más conocida del mercado de Oaxaca –hoy Comedor Típico La Abuelita– también se remonta al siglo 19 y a las chinas oaxaqueñas. Apolonia López Aquino (18??-1977) era menuda, muy morena, de cabello cano con el que se formaba una gruesa trenza blanca con que enmarcaba su rostro. Para 1950 era una de las cuatro comideras que estaban en el mercado Juárez Maza, pero como la fama de su cocina había crecido y su fonda no tenía nombre, la periodista Arcelia Yañiz le reclamaba que le mandaba turistas y éstos regresaban a preguntarle cuál de los cuatro comederos que había era el de las famosas enchiladas. Entonces ella les decía: «–Donde vean una abuelita, allí es»... Así es como nació el nombre. Para 1956 cuando se pasan al mercado 20 de Noviembre, ocupan el puesto más grande y viene el auge. El comensal tenía la oportunidad de ver, charlar y retratarse con la afamada cocinera, doña Pola.  
Aunque las fechas se pierden en la perspectiva, es la tatarabuela la que pone su primer puesto a las puertas del templo de San Juan de Dios, exactamente donde nace el barrio de la china, hacia el poniente. Allí llegaba cada mañana con su anafre encendido, su jarro de agua para hacer su chocolate y su pequeña bandeja de pan dulce y de yema. Su clientela estaba compuesta por comerciantes, compradores y gente del popular barrio que acudía a hacer su mercado. Esta mujer le hereda su pequeño patrimonio a su hija, Micaela Aquino quien años más tarde lo entregará a doña Pola y años después ésta a doña Dina Rodríguez, su nuera, quien hereda el puesto y la fama a sus descendientes y así continúa esta historia, por la vía materna pues ahora atiende el puesto Carolina, biznieta de doña Apolonia... 
Tocó a doña Micaela estrenar puesto dentro del mercado Porfirio Díaz cuando éste se inauguró, en 1893. Allí amplió su oferta especializándose en las enchiladas, cuya apariencia ni receta ha cambiado desde entonces: huajillo, chilhuacle rojo y chileancho rojo, más otras seis especias. Por encima cebolla en aros, perejil y queso fresco espolvoreado. A un lado, una pieza de pollo al orégano. El resto del menú cotidiano: mole negro y los caldos de pollo y res. Así comía el pueblo hace 100 años y así sigue haciéndolo. El esmero y el servicio hicieron venir la prosperidad y con ella la fama. Al puesto llegaban lo mismo cargadores que políticos, turistas y estudiantes. Pasarse al nuevo mercado de San Juan de Dios significó un ascenso pues las instalaciones eran modernas, funcionales, cómodas y sólo había otras tres fondas, las de Jovita, María Teresa y una señora a quien llamaban «Paloma Blanca». Pola y Casilda eran visitas obligadas para propios y fuereños hacia mediados del siglo 20... 

En esta etapa la Abuelita adopta a la edad de 15 años a Dina Rodríguez (1928-2007) originaria de Puerto Ángel, quien había casado con Gonzalo Victoria (1925-1980), hijo de doña Pola. Dotada para la cocina una y para los negocios el otro, el joven matrimonio amplía la carta, inventa botanas, se meten de lleno en la promoción de la cocina regional de Oaxaca, rotulan un taxi que tenían con dos letreros: Visite Oaxaca y Vaya al comedor típico la Abuelita y recorren el Bajío y el norte del país, llevando los moles de Oaxaca a vender. La gira es exitosa. Cuando retornan se amplían y rentan la planta alta del Portal de Flores –donde hoy está el Vasco– y abren un enorme restaurant. La demanda es intensa pero el trabajo de moler en metate los chiles resulta agotador, mucho más cuando José Stefan Acar, Secretario de Turismo, lleva a muchas ciudades del país sus caravanas de promoción turística, compuesta de cocineras, mezcaleros, músicos, bailarines, alfareros, tejedores y en general artesanos. Se funda el festival Presencia de Oaxaca en México, exitoso hasta la fecha y luego se extiende a las Fiestas de Octubre en Guadalajara y más al norte. El trabajo en la cocina era intenso y doña Dina, con gran visión, decide simplifcar los procesos: inventa el mole en pasta, que mantiene sus características, pero resulta más práctico su traslado, conservación y comercialización.  

El sabor de La Abuelita trasciende los límites de la ciudad de Oaxaca. Se le pide que sirva banquetes para las reinas Isabel, de Inglaterra, y Sofía, de España. Un banquete privado le es solicitado por Jackeline Kennedy de Onasis y lo que le sirven fueron chile rellenos, mole negro, consomé de pollo y arroz blanco. 

Los chapulines y el quesillo ya eran legendarios. Las hijas se integraron a la cocina. Los hijos se encargaron de feriar en las grandes ciudades: Tijuana, Reynosa, Guadalajara, Monterrey, Distrito Federal, Acapulco, Tabasco, etcétera. Todavía se da el lujo doña Dina de perfeccionar el mole amarillo, haciéndolo tan suave y vistoso que un chef norteamericano le pide la receta para servirlo en su restaurant de Atlanta, USA. Ella y sus hijas visten como chinas oaxaqueñas y participan permanentemente en las guelaguetzas y fandangos. Su identidad no está en duda, son herederas de más de un siglo de tradición matriarcal. Fue una época de pioneras cuyo esfuerzo aún rinde frutos. Sabrosos frutos. 
  
No está por demás señalar que famosos como Martha Chapa han publicado libros con la cocina de este estado y que otras autoras han ido más lejos, descubriendo cocinas microrregionales, como es el caso del Recetario chocholteco de Oaxaca de Teresa Caltzontzin Andrade. En todas las monografías de pueblos y villas que he publicado en Carteles Editores, invariablemente viene una sección con las especialidades gastronómicas de cada una. Citaré sólo ésta: Juchitán, lugar de costumbres y tradiciones, del profesor Rufino Martínez López (2007). Por fortuna estos libros ya suman un ciento o más, ya perdí la cuenta... Otro libro de reciente aparición, editado por Andrés Webster Henestrosa a través de la Secretaría de Cultura, bajo este título Mucho gusto. Gastronomía y turismo cultural en el istmo de Tehuantepec, nos revela que el tema atrae muchas miradas.   
  
COCINA, ACADEMIA Y NEGOCIO 
  
Ahora está en plena transformación la cocina regional nuestra, adaptándose a la gramática culinaria que predica la globalización, pretendiendo que el modo oaxaqueño de guisar se exprese en el teatro minimalista que los chefs del mundo contemporáneo han creado. Ello ha modificado radicalmente los modos de hacer los libros de cocina. Ahora son esencialmente ilustrados. La fotografía de alimentos es una novedosa especialidad en los cursos de fotografía. Ésta ha incidido en el encanto de ver primero el platillo y con eso empezar el complejo proceso de su degustación. La ambientación o escenografía no es nueva. Data de los suntuosos y rococós Luises, reyes de Francia, que llegaron a ordenar que todo lo que apareciese sobre su mesa de banquetes fuera comestible, pues era tal el encanto que producía entre sus invitados que prácticamente acaban mordiéndolo todo. Hoy el lenguaje es otro, pero sin duda las mentes más creativas se han puesto al servicio de las cocinas del mundo. Los medios tienen puertas abiertas de manera permanente a estas experiencias y es fácil servirse del internet y la televisión así como comprar libros y revistas especializados. La demanda de este culto culinario va a su propio paso, pero en ascenso. 
  
  
Para dibujar el horizonte gastronómico del Oaxaca de nuestros días es necesario saber que esta materia es ya una especialidad univesitaria, inscrita como una actividad preponderantemente económica, subordinada al empuje del turismo internacional. Estas son las instituciones de nivel superior que están operando actualmente, la primera de ellas es pública y está en Huatulco y las demás son privadas y laboran en la capital22.  
1.Universidad del Mar. Tiene un campus en la capital llamado Hotel Gobernador. 
2.Universidad del Golfo de México. 
3.Universidad Mesoamericana. 
4.Universidad Mundo Maya. 
5.Universidad Anáhuac. 
6.Instituto Universitario de Oaxaca. 
  
A esto debemos agregar que ha nacido un mercado de productos oaxaqueños con categoría gourmet, con énfasis en su organicidad, su rusticidad, su artesanidad. Hay dos mercados en la ciudad con el nombre de “orgánicos” que ofrecen productos de granjas familiares, quizás no del todo tan “orgánicos”, pero como sea ofrecen una alternativa que atrae a cierto perfil de consumidores, la mayoría extranjeros o de clase media, con escolaridad superior. Estas nuevas formas de comercialización de colectivos y comunidades indígenas, mestizas y extranjeras son un modesto dique frente a los nuevos hábitos de consumo que a partir de la llegada de los supermercados (1992 en adelante) transformaron el modo de comer en Oaxaca. No todo es negativo, desde luego. La oferta que tiene hoy el comensal que vive en esta ciudad es miles de veces más variada que cuando nuestra cocinera redactaba su Arte de cosina... Pero aquí el chiste también es saber si éste que nos toca vivir está a la altura del otro en sabor, en olor, en simetría, y sobre todo saber si le estamos prestando la debida atención al gusto de comer, que no tiene que ser caro, ni chic, sino placentero. El menú puede ser global, siempre y cuando el paladar sea local. Creo que debemos estar abiertos a todos los aromas y sabores, a todas la vistas de la comida, pues todo ello ha enriquecido siempre nuestro gusto local.  
  
Pese a lo extenso de esta crónica, lamento reconocer que está incompleta pues además de citar a otras cocineras y cocineros que trascendieron sus estufas, falta la semblanza de las golosinas locales. Lo que conocemos como «dulces regionales» son otra especialidad que tiene miga, pero dejaré para otra ocasión este tema tan rico. Respecto al mezcal mi preocupación es inexistente, pues ya el colega Ulises Torrentera ha publicado más de un libro completo dedicado especialmente a esta bebida. Recuerdo especialmente Mezcalaria, de Ediciones Farolito, que yo le imprimí en 2001 y ya va en la segunda edición. Además ha publicado su Breve guía del mezcal en 2009. Torrentera es un apreciado mezcólogo y desde luego un mezcólatra. 
  
La cocina es un espacio para la creatividad y además puede dejar fama y dinero. Algunos jóvenes ya no quieren ser ingenieros, ni licenciados, sino chefs. Ya no le temen a la cocina, como los de mi generación. Se han vuelto más sensuales, más sibaritas, el gusanito de la celebridad ronda sus corazones, están deseosos de probar otros sabores, viajan con una mochila al hombro, inventan imágenes, se arriesgan creando sabores, exploran aromas, quizás resulten más hogareños, o padres y madres nutricios más sofisticados. Debe estar cocinándose algo nuevo, algo superior. Por eso es bueno que conozcan este antiguo recetario que es cimiento de esa cultura que desean transformar, pues sobre ella construirán la sensualidad del porvenir. 
  
AGRADECIMIENTOS
Agradezco mucho la ayuda recibida de las siguientes personas: María Islas de Sánchez, –mi madre, quien me prestó los libros de su muy personal biblioteca de cocina (que ya le devolví) y además me ayudó a enderezar la perspectiva histórica que yo tenía respecto a estos temas aquí tratados–; Arcelia Yañiz, periodista y cronista de prodigiosa memoria–; Concepción Carballido Portillo –me abrió las puertas de la biblioteca personal de su mamá, doña Concepción Portillo; Gabriel Quintas Castellanos, –veterano impresor de libros y él mismo excelente gastrónomo–; Miguel Octavio Nájera Figueroa y Max Luis Valle, por la valiosa información sobre sus padres; Irinea Valera Abella, nieta de doña Casilda y Mavi Magdalena Victoria Rodríguez, matriarca actual del clan heredero de la cocina de la Abuelita, quien está haciendo la muy necesaria recopilación de apuntes de la historia de su familia, de la que he echado mano para este texto. A la Contadora Chelito Bustamante, amable guardiana de la muy valiosa Fundación Bustamante Vasconcelos, depositaria de este Arte de Cosina. Finalmente a los editores de este volumen, Arq. Esteban San Juan Maldonado, director del teatro Macedonio Alcalá y al historiador Doctor en historia Carlos Sánchez Silva, promotores de la edición de esta obra muy útil para volver la vista a la amena vida cotidiana de ayer y quien leyó esta crónica haciéndome importantes y muy útiles observaciones. 

Oaxaca de Juárez, Oax., junio de 2010. Revisada en diciembre del mismo año.

   NOTAS. 
1.Krauze, Porfirio, 52 y 53. 
2.Guardino, El tiempo de la libertad, 292-305. 
3.Guardino, El tiempo de la libertad, 360. 
4.Guardino, El tiempo de la libertad, 361. 
5.Guardino, El tiempo de la libertad, 359. 
6.Lira, Oaxaca rumbo a la modernización, 36. 
7.Lira, Oaxaca rumbo a la modernización, 66: Periódico La Cucarda, 8 de diciembre de 1850, núm. 17, p.8.
8.Novo, Cocina, 109. En 1700 hay un parteaguas en las costumbres de la vida cotidiana en España, al morir sin descendencia Carlos II, el último de los Austrias-Habsburgo, hijo retrasado mental de Felipe IV. Le sucederían, tras otra guerra, los Borbones, descendientes de los Luises de Francia. Ellos impusieron cambios radicales en los hábitos culinarios de la corte, implantando las modas de París en Madrid y a partir de allí, en todas partes donde mandaban. La comida y su circunstancia no fueron ajenos a aquella globalización del siglo 18. Los Austrias eran conocidos por su protocolaria austeridad y piedad religiosa, mientras los Borbones fueron el extremo opuesto. 
9.http://books.google.com.mx/books?id=r8A85bKjXLoC&printsec=frontcover&dq=NUEVO+ARTE+DE+COCINA&source=bl&ots=FKBC8HGpmJ&sig=-j1U8OfQ9Jn19CiIOisZPUhqfos&hl=es&ei=wAEMTISCB4mwNtv7mLYE&sa=X&oi=book_result&ct=result&resnum=3&ved=0CCMQ6AEwAg#v=onepage&q&f=false
10.El cocinero mejicano, 391. 
11.Novo, Cocina, 307-309.
12.http://es.wikipedia.org/wiki/Olla_podrida 
13.Andrés Portillo. La hija del cielo, 58.
14.Sánchez Silva..., Teatro Macedonio Alcalá, 43. 
15.Novo, Cocina, 255-256. 
16.Sánchez Silva, Ensayos juaristas, 97. 
17.Guzmán de Vásquez C. Tradiciones gastronómicas, 30. 
18.http://www.seasonsofmyheart.com/ 
19.Sólo he recuperado este nombre: Didier Rodriguez, pero no he podido comprobar si se trata de él. Daba clases de cocina francesa en la Universidad Mesoamericana en la ciudad de Oaxaca, a principios de los 90s. 
20.Publicó en Carteles Editores Hugo Altamirano dos volúmenes titulados Casos y cosas curiosas de Oaxaca, I, II, así como un ensayo urbanístico-histórico sobre el estado que guardaba la vieja Antequera, antes, durante y después de la toma de José María Morelos en 1812. Estos tres libros se publicaron a mediados de la década de 1990 y aún se quedaron en su tintero otros más, pues siendo arquitecto de profesión hurgaba ya en los archivos catastrales y judicial de Oaxaca para continuar haciendo el retrato de la vida cotidiana de esta ciudad en los siglos 19 y 20. Lamentablemente falleció cuando estaba en su plena madurez creativa. Llegó a ser director de la Escuela de Arquitectura de la UABJO, campus CU. 
21.Sus dos tomos de El cocinero mejicano, tienen el siguiente tenor: «Refundido y considerablemente aumentado en esta 2a. edición. Tomo I y II. México. Imprenta de Galván a cargo de Mariano Arévalo. Calle de Cadena Num. 2. 1834». El otro ejemplar titulado: Novísimo arte de cocina lleva estas advertencias: «Excelente colección de las mejores recetas, para que al menor costo posible y con la mayor comodidad pueda guisarse a la española, francesa, italiana e inglesa, sin omitirse nada de lo hasta aquí publicado, para sazonar al estilo mexicano. Lleva añadido lo más selecto que se encuentra acerca de repostería, el arte de trinchar y con dos estampas que aclaran más este último tratadito». Propiedad de M. Josefa Gutiérrez. Un tercer volumen se intitula: Guisos teotitecos. Región de la Cañada oaxaqueña. Por la Señorita Profesora Virginia Gamboa Gómez, directora del Jardín de Niños Rosaura Zapata, de Teotitlán. Cía Editorial Linotipográfica «Universal». 1a. edición. Puebla, México, 1968. 
22.Escuelas gastronómicas, p.37. 


BIBLIOGRAFIA
Altamirano Ramírez, Hugo. La ciudad de Oaxaca que conoció Morelos. 
    Edición de autor. 
    1a. edición, Oaxaca, 1992. 
Altimiras, Juan. Nuevo arte de cocina. sacado de la escuela de la experiencia económica. 
    Google books.  
    1a. edición. Madrid, España, 1791. 
    Edición facsimilar de acceso electrónico. 
books.google.com.mx/books?id=r8A85bKjXLoC&printsec=frontcover&dq=NUEVO+ARTE+DE+COCINA&source=bl&ots=FKBC8HGpmJ&sig=-j1U8OfQ9Jn19CiIOisZPUhqfos&hl=es&ei=wAEMTISCB4mwNtv7mLYE&sa=X&oi=book_result&ct=result&resnum=3&ved=0CCMQ6AEwAg#v=onepage&q&f=false 
Bassols, Narciso, editor. La cocinera poblana y el libro de las familias. Novísimo manual práctico de cocina española, francesa, inglesa y mexicana, higiene y economía doméstica. Tomos I y II. 
    Tipográfica de Narciso Bassols. 
    5a. edición. Puebla, México, 1895. 
Blanquel, Eduardo y José Emilio Pacheco. Tiempo de México. De octubre de 1807 a noviembre de 1964. 
    Museo de Arte Popular, Secretaría de Educación Pública. 
    Edición facsimilar. México, D.F. 2009. 
Caltzontzin Andrade, Teresa. Recetario chocholteco de Oaxaca. Cocina indígena popular.  
    Conaculta. 
    1a. reimpresión. México, D.F. 2004. 
Chapa, Martha. Cocina oaxaqueña. Cocina regional mexicana. 
    Everest. 
    2a. edición. Madrid, 2008. 
Farga Font, C. Cocina poblana. 
    Editores Mexicanos Unidos. 
    1a. edición. México, D.F. 1973. 
Fernández de, C. Gandia. Cocina mexicana. 
    Editores Mexicanos Unidos. 
    3a. edición. México, D.F. 1973. 
Galván, editor. El cocinero mejicano. Refundido y considerablemente aumentado. Tomos I y II. 
    Imprenta de Galván. 
    2a. edición. México, 1834. 
Gay, José Antonio. Historia de Oaxaca. 
    Porrúa. Col. Sepan Cuántos. 
    1a. edición. México, D.F. 1982. 
Guardino, Peter. El tiempo de la libertad. La cultura política popular en Oaxaca, 1750, 1850. 
    El Colegio de Michoacán, A.C., El Colegio de San Luis, A.C., UABJO, UAM-Iztapalapa y Congreso del Estado de Oaxaca 
    1a. edición en español. Oaxaca, México, 2009.
Guzmán de Vásquez Colmenares, Ana María. Tradiciones gastronómicas oaxaqueñas. 
    Comité organizador del CDL aniversario. 
    1a. edición. Oaxaca, México, 1982. 
Iturriaga, José N. Viajeros extranjeros en el estado de Oaxaca. Siglos XVI al XXI. 
    Secretaría de Cultura del Gobierno del Estado. 
    1a. edición. Oaxaca, México, 2009. 
Krauze, Enrique y Fausto Zerón-Medina. Porfirio. El origen (1830-1854) 
    Clío.  
    México, 1993. 
     
Lira Vásquez, Carlos. Oaxaca rumbo a la modernidad. 1790-1910. Arquitectura y sociedad. 
    Universidad Autónoma Metropolitana. Unidad Azcapotzalco. 
    1a. edición. México, D.F. 2008. 
Martínez López, Rufino. Juchitán, lugar de costumbres y tradiciones. 
    H. Ayuntamiento de Juchitán de Zaragoza, 2005-2007. 
    1a. edición. Oaxaca, México, 2007. 
Paola y Luna de, Ana Rosaura. Las recetas de la tía Rosaura y otros guisos de la cocina oaxaqueña. 
    Carteles editores. 
    2a. edición. Oaxaca, México, 1997. 
Novo, Salvador. Cocina mexicana. O historia gastronómica de la ciudad de México. 
    Porrúa. 
    6a. edición. México D:F:, 1993. 
Portillo, Andrés. Oaxaca en el Centenario de la Independencia nacional. 
    H. Ayuntamiento de Oaxaca de Juárez. 
    3a. edición, facsimilar. Oaxaca, México, 2001. 
Portillo, Andrés. La hija del cielo. Estudios poéticos sobre el destino de la mujer. 
    Imprenta de San Germán. 
    1a. edición. Oaxaca, México, 1899. 
Portillo, María Concepción. Oaxaca y su cocina. 
    Edición de autor. 
    1a. edición. Oaxaca, México, 1981.   
Sánchez Silva, Carlos. Ensayos juaristas. 
    UABJO, Congreso del Estado, Teatro Macedonio Alcalá, ISSSTE-Oaxaca y Carteles Editores. 
    1a. edición. Oaxaca, México, 2009. 
Carlos Sánchez Silva (coordinador). Arrioja Díaz-Viruell, Luis Alberto, Leticia Gamboa Ojeda y Esteban San Juan Maldonado. Historia gráfica del teatro Macedonio Alcalá. Centenario. 
    Teatro Macedonio Alcalá, Instituto Estatal de Educación Pública de Oaxaca, Fundación Alfredo Harp Helú-Oaxaca. 
    1a. edición. Oaxaca, México, 2009. 


HEMEROGRAFÍA: 

Escuelas gastronómicas. La guía de la buena mesa. 
Diario Reforma. Suplemento comercial. 
México, D.F. mayo de 2010. 
Oaxaca en México. Revista mensual. 
Néstor Sánchez Hernández, director. 
Oaxaca, México, 1963 y 1977.