Carteles
Editores lamenta profundamente la muerte de su autor, el estimado y
respetado Profesor y Pediatra
Don
Felipe Martínez Soriano,
acaecida
el pasado 22 de mayo de 2016 en esta ciudad de Oaxaca.
A
su compañera infatigable, doña Josefina, y a sus hijos, les
expresamos nuestras sentidas condolencias.
Descanse
en paz luchador social tan vigoroso como honrado.
Y
siendo este un blog de publicaciones, qué mejor que poner a la
disposición del público la última obra bibliográfica –publicó
al menos otros dos libros– en la que don Felipe Martínez Soriano
se empeñó: sus
MEMORIAS
REUNIDAS
cuya
portada es la siguiente:
En
este libro se reunieron los tomos I y II que se publicaron
sucesivamente en años anteriores, pero al agregársele el tercer
tomo con el que don Felipe culminó el balance de sus recuerdos hasta
el presente, por esa razón se tituló el conjunto de la obra como
MEMORIAS REUNIDAS.
Todos
identificamos a don Felipe como un luchador social, sin embargo en
estas memorias se nos revela como un acucioso cronista de su propia
cultura. Es muy valiosa etnográficamente toda la información que
nos dejó de su tierra natal y el testimonio político y social de su
tiempo.
Los
siguientes son fragmentos escogidos por este bloguero para que el
lector conozca la faceta de narrador de nuestro estimado amigo y
autor:
MIS
PRIMEROS AÑOS
La
inquietud por escribir estas memorias nace de evocar diversas ideas,
entre ellas, la de la insigne escritora Elena Garro, quien en su
libro Los recuerdos del porvenir dice: “Yo sólo soy memoria y la
memoria que de mí se tenga. Y como la memoria contiene todos los
tiempos y su orden es imprevisible… La memoria me devuelve intactos
aquellos días…”
Recordar
es, como se ha dicho clásicamente, volver a vivir teniendo muy
presente los anhelos, la pasión y las esperanzas que alimentaron
nuestras acciones; es regresar al pasado por medio de la memoria,
hacer un balance de lo logrado y descubrir el sentido que le dimos a
lo que hicimos. He tenido presente, también, una de las ideas de
Albert Einstein, aquella que dice que “sólo una vida que se vive
para los demás, merece la pena vivirla”.
Nací
el 5 de febrero de 1927, en choza humilde, indígena, campesina y
zapoteca de San Andrés Zautla, Etla, Oaxaca. Diez años después del
movimiento social de l9l7; en un pueblo situado a 11 km del distrito
y a 27 de la ciudad de Oaxaca, capital del estado; para llegar a él
se pasa el Puente “El Milagro”, del río Atoyac, ahora sin agua;
después, las agencias de San Isidro y Alemán, luego se divisan al
occidente unos montículos que son continuidad de Monte Albán. Está
asentado en un suelo irregular con pequeñas barrancas y arroyos a su
alrededor y al noroccidente una cadena montañosa que la hace
singular.
Mis
padres fueron Francisco Martínez y Tomasa Soriano Ruiz; se dedicaban
a la agricultura tradicional usando el pico, la coa y la pala para
sembrar maíz y frijol en el temporal y carecían de terrenos
fértiles. Acarreaban la cosecha en carretas jaladas por yuntas de
bueyes, en burros y caballos, igual para la venta de leña y carbón
a Etla y Oaxaca.
El
pueblo no tenía luz eléctrica, se alumbraba con ocote, velas o
“brujitas” de petróleo; tampoco contaba con agua potable y ésta
se obtenía de los pozos situados a flor de tierra en la periferia
del pueblo. Los niños la acarreábamos con latas sostenidas con un
garrote grueso y resistente colocado en los hombros y las mujeres
acarreaban el líquido vital en cántaros sostenidos con un rebozo
hecho rodete sobre la cabeza.
Fue
una época en la que se vivió el movimiento cristero (l926-l929),
cuando el país sufrió una crisis económica, también política y
social durante la que los sacerdotes católicos sufrieron persecución
política y los bautizos se tenían que hacer a escondidas; fueron
años en los que también se registraron temblores que produjeron
miedo a la población. Como consecuencia de los temblores, algunas
personas emigraron a otros lugares, caminando por terracería,
veredas pobladas de hierbas y arbustos, en burros, carretas, caballos
y a veces por ferrocarril.
PRIMEROS
CINCO Y SIETE AÑOS DE VIDA
Quedé
huérfano a los seis meses de edad; mi madre falleció sin saberse de
qué enfermedad. Algunas gentes decían que fue por el polvo del
maíz, que le produjo la muerte. Y decían que era de cara afiladita,
trabajadora y amable, pero no tengo mayor información de ella, por
eso en un tiempo busqué a personas para que me dijeran algo sobre
ella, pues tampoco tengo alguna fotografía. Entonces, necesito en lo
posible que alguien haga un retrato hablado de ella, tomando como
muestra a un familiar parecido.
A
los siete años conocí a mi abuela materna, Bibiana Ruiz, “Maribin”,
de tez blanca, menudita y trabajadora; sacrificaba chivos para
exquisita barbacoa. No conocí a mi abuelo Zeferino Soriano, sí al
señor León Ruiz, tío abuelo que una vez que trabajaba la tierra,
por el río, me vio cabezón y dijo que, si lograba sobrevivir “sería
un gran hombre”. Pero entonces me llamaban por Gabino, en recuerdo
a otro tío abuelo: así me nombró la gente por mucho tiempo.
Fui
bautizado como Felipe de Jesús, lo supe al ingresar a la escuela y
en mi acta de nacimiento estoy como hijo natural de Francisco
Martínez, sin el nombre de mi madre, pues ella estaba en
“cuarentena”; es decir, las parturientas no podían salir antes
de cumplir ese tiempo y después de un baño de temazcal, al que yo
fui cuando tenía ocho años para que “la maldad se saliera”.
De
mi orfandad, se encargó mi abuela Catarina, conocida como “Tía
Cata”, de pelo largo, negro y ensortijado; morena, simpática y
enérgica, que para alimentarme, recurría con señoras con hijos
amamantando y de la misma edad que la mía, para “robarles” un
poco de leche. Entre ellas estaba la tía Amalia, a quien llamaba
“Mamá Malla” y su hija, Cristina, que me cargaba en su rebozo y
cuando lloraba la llamaba: “Tina, quiero...”
Pero
algunas se negaban y tenían razón en cuidar la alimentación de sus
hijos. En ese tiempo se vivía mal y no se acostumbraba la
alimentación complementaria o ablactación como se dice en términos
pediátricos. Y fueron causa de la grave desnutrición que sufrí en
esos primeros años de vida. Mal social que ahora se conoce como niño
“araña”, y con cara de viejito o hinchado, como en Biafra.
Por
eso tenía baja estatura, estaba cabezón, con barriga voluminosa y
lustrosa, pies delgados como una “araña”, y llamaba la atención
de la gente, por tener lombrices redondas (áscaris) y planas
(solitarias), también amibas; y me veían en un estado de
indiferencia y de tristeza, la “tiricia”, se dice en los
pueblos. Curarse resultaba imposible por no haber recursos
económicos ni médicos.
Entonces
se recurría a la hechicería, brujería y los primeros me hicieron
“limpias” con huevos de gallina negra, usando ropas íntimas de
hombre o mujer, acompañados de cánticos en zapoteco para
“ahuyentar” al demonio, al dios del mal, al “chaneque” o al
“tono” una segunda persona; o el nagual representado por un
coyote grande.
Los
brujos eran y siguen siendo algo místico; no se les veía, ni se
quería saber de ellos, porque infundían temor a los niños,
incluso, a los adultos. Pues si a una persona se le ubicaba como tal,
había que tenerle “cuidado” y muchas veces se le apedreaba. Los
curanderos usaban ceniza, grasa de tlacuache o manteca de cerdo que
untaban en la barriga que brillaba y parecía reventar de lombrices.
También recetaban tomar raíces o cáscaras de plantas, hojas,
semillas de calabaza y toronja; epazote en empanadas y semillas de
calabaza preparadas en horchata.
Para
el dolor de barriga, raíces de los “tres pies”; el “cuancuco”
es un camote que sirve para infusiones amargas, o la hierba del
“susto” y la “pegajosa”. Entre ellos, estaba la señora
Trinidad, persona gorda, a la que le decían “La Cosota” y el
señor Isidoro, un “Tata” que infundía respeto. Él untaba a mi
cuerpo la hierba del “susto” y esperaba el resplandor de agua del
apazle (recipiente de barro) que diera a mi pecho. Recorría con un
cántaro en las manos o en hombros por los rincones de la choza,
sonando la boca del recipiente y cantando “vete animal del demonio,
no te lleves a Gabino”, “váyanse animales”, “recuanto
animal, reguayo, reburro, chaneque, dios del mal”. Y muy de mañana
recomendaba llevarme desnudo al rocío de la alfalfa y se me quitara
“la tiricia”; y así fue dándose la recuperación.
La
portada del primer tomo, de donde extrajimos el texto anterior, fue
la siguiente:
Leamos ahora un fragmento del tercer tomo, donde habla de cómo sus paisanos se iban de braceros a tierras extrañas:
INGENIOS
AZUCAREROS
Migrantes
del Valle Eteco
La
industria del azúcar: un dulce tormento
Vale
mucho esta versión campesina que dice como “Un dulce y bello
silencio nos
cubre
cuando recorremos los cañaverales mexicanos antes de la zafra”,
decían en tiempos de graves condiciones sociales, cuando en el Valle
oaxaqueño, se dieron los primeros movimientos migratorios, sin
saberse fechas exactas, como la “contrata” al “Paraíso
Novillero”, llamado así por la exuberante vegetación, por lo
fértil y abundantes cañaverales. Hoy se llama Carlos A. Carrillo.
También
iban a los Ingenios de “San Cristóbal” y de “San Juan Sugar”,
a la zafra y el azúcar a orillas de la Cuenca del Papaloápan, en
Veracruz; donde “entre machetes y caña crece la gente del azúcar
y sus manos sostenían una de las industrias más importantes de
Veracruz. Cuando los ingenios azucareros eran el núcleo fundamental
de la producción, de la economía, del control político, también
herederos directos de la sociedad feudal y de la encomienda”.
Y
a pesar de la explotación de que eran objeto por patrones,
mayordomos, caporales y caciques, como lo explica John Kenneth
Turner, en su libro México Bárbaro y el sacerdote Carlos A.
Machorro en Caña Amarga. Sin embargo, ansiosos estaban por trabajar
y esperaban la fecha de la zafra y cuando esta se daba, con gusto se
iban y se despedían en el centro de la población con música: no
podía faltar la canción de Macedonio Alcalá “Dios Nunca Muere”.
Así platicaban mis abuelos Feliciano y Catarina y mi padre que desde
los l2 años de edad, lo llevaban a trabajar y demostraba valor en el
duro trabajo y lo apodaron “El del Rebozo Colorado”.
El
relato hace gozar momentos de intensa alegría, mezclada con la mayor
tristeza porque dejaban parte de la familia y pueblo, para ir a
trabajar en lugares considerados un vergel, porque la pobreza
obligaba a irse como peones contratados por Manuel de Paz, cruel y
verdadero capataz. Después las contrataciones mejoraron cuando
estuvieron a cargo de gentes de la región: Rafael de la Luz, de San
Isidro; Porfirio Soriano y Ricardo Chávez, de Zautla.
Los
contratistas transportaban a los campesinos en el viejo tren, movido
con máquinas de vapor y combustible de carbón, en los vagones iban
como animales, exponiendo sus vidas y más cuando el tren con
dificultad subía por la vía angosta a las cumbres de Esperanza y de
Maltrata, tramos escarpados que pareciera irse a la profundidad de la
cañada, eran los momentos de mayor riesgo.
Ese
tren fue bautizado como “El Tren de la Muerte”, por las
exclamaciones
de
angustia. Se tardaban días en llegar a los lugares de trabajo, donde
eran ubicados en lugares inhóspitos, verdaderos infiernos: galerones
grandes e insalubres,
junto
a sus mujeres, víctimas del paludismo y de la tuberculosis. Algunos
ya no regresaron. Además eran tratados con saña, peor que animales,
por mayordomos que los golpeaban con látigos, como las “brigadas
civiles” o los “azules”.
El
escritor Pedro Ramón Gay traduce: “los campesinos, poco tiempo
esperaban los silbidos del tren que se oían a lo lejos y el ritmo
del corazón se les tornaba, bajo un cielo azul y estrellado. De
pronto veían resplandores y el ruido de la máquina que se acercaba
y recogían sus humildes y escasas pertenencias: tortillas tlalludas
para dos días de camino y se subían al tren con la familia. Y les
destinaban dos vagones “especiales” donde iban hacinados, sin
poder dormir y los niños lloraban de hambre y el tren partía de
Etla, lentamente, por rieles de vía angosta y sinuosa, alejándose
de los pueblos del valle a internarse a la montaña: por el cañón
del Parián, el Tomellín y el de Cuicatlán, con un calor intenso.
“Por
los gruesos vidrios de las ventanas, observaban formas caprichosas de
la sierra, laderas semidesérticas y bravas, pobladas de cactus de
brazos largos y en fila como candelabros, como “órganos” que
parecen, en efecto, la tubería de instrumentos musicales, solemnes y
litúrgicos, cubiertos de espinas en simétricas aristas, biznagas de
recias y aceradas espinas como púas blancas y rosadas que dulcifican
la terrible agresividad de la planta y la hacen aparecer como una
gran flor nacida del suelo”.
Mezquites
de madera dura como el hierro, “Palo Hierro”, aserrada para el
carbón, propias de áreas semidesérticas, que artesanos creaban con
él una variedad de figuras, finamente talladas como “La Danza del
Venado”, águilas con gallarda pose de vuelo rumbo al infinito,
búhos que reflejan sabiduría, caballos a todo galope en una carrera
sin fin; ranas, coyotes, osos, delfines, ballenas, juegos de dominó
guardados en estuche original, con una rama ahuecada y tapa del
mismo fragmento del árbol; magueyes de ilustre prosapia azteca, que
aparecen en los códices anunciando el advenimiento del amargo licor
de la raza, del pulque de miel suave y blanquecina. El nopal
milenario de hojas pesadas e intocables, vestido de espinas, cubierto
de frutas jugosas en el verano. Recordaban mis paisanos, en su largo
peregrinar en cada zafra de la caña de azúcar.
Mientras
los vagones del tren crujían tristemente como si fueran a romperse,
las ruedas con el trac, trac, trac en la oscuridad y el silencio de
la noche y en las graciosas ondulaciones como serpiente, por el
sinuoso camino. Sudorosos y hambrientos los campesinos abrigaban
esperanzas de llegar pronto al “Paraíso Novillero” y trabajar
para ganar algo de dinero y regresar pronto al terruño, al lado de
sus gentes. Llenos de ilusiones, sin “importarles” desavenencias
con las que tropezarían en el trabajo.
El
tren al pasar por Tehuacán y Esperanza, no abandonaba el camino
monótono y aburrido, lentamente seguía avanzando por las agrestes
y encrespadas montañas, Cumbres de Maltrata, que se tornaban
peligrosas, más cuando las máquinas parecían regresarse del
camino, incluso, caer en la profundidad de la cañada, entonces los
ayees de angustia y desesperación se multiplicaban. Pero al fin, el
tránsito difícil era superado y empezaban los viajeros a respirar
tranquilamente y a disfrutar por la mañana vientos confortadores
del paisaje veracruzano, el espeso follaje, el ruido de los
arroyuelos y ríos y la humedad del trópico.
Ahora
una carta que me envió la tía Secundina Chávez al reclusorio del
DF, 3l de diciembre de l998, y dice:
“Dr.
Felipe Martínez Soriano, México, D.F. Estimado y muy querido
“Lipe”. Te saludo cariñosamente, deseando que Dios te acompañe,
te ayude y puedas vivir en paz en ese lugar. Quiero que sepas que
todas las noches antes de dormir te doy mi bendición, para que Dios
te cuide y te proteja.
Y
como quieres que te cuente algo de mi vida, te diré que me casé con
mi “Marquitos” en l925; y a los dos años de casada, me fui con
él al Novillero. Marcos, cortaba caña y yo daba de comer a seis
abonados; lo que ganaba lo gastábamos y lo que ganaba él, lo
guardábamos para hacer nuestra casa y comprar nuestra yunta; en el
primer año de trabajo hicimos nuestra casita, en el segundo año
hicimos nuestra yunta y en el tercer año fue solo tío Marcos al
Novillero y con lo que ganó hicimos el corredor de la casa”.
Fíjate
“Lipe” que salimos de Etla, en el tren, llegamos a Quiotepec, de
allí nos fuimos caminando hasta el Novillero, hicimos diez días de
camino de Quiotepec al Novillero, pasamos los pueblos de Santa Ana,
Rollo Culebra, El Pajarito, Chiquihuitlán, Teutila, Coyula, Los
Pintos, Ojitlán y aquí me querían robar a mi marido, lo quería la
hija de Don Eulogio, porque la muchacha se quería ir con mi Marcos
al Novillero, porque le engañé, diciéndole que era mi hermano.
Cuando llegué al Novillero, como te dije, atendía a seis abonados,
a los que les cobraba 6.00 pesos a la semana, comida y lavado de
ropa. También pasamos por Tuxtepec, de ahí a Toro Bravo y de aquí
en lancha al Novillero, hicimos 9 horas de camino.
Y
te cuento también que cuando yo era niña, el pueblo estaba muy
pobre, había muchas gentes muy pobres, las calles eran muy angostas
y con muchos árboles y tío Román Martínez, o tío Román “Yin”,
fue quien abrió los caminos y ordenó la limpieza de las calles.
Época en que los hombres vestían con calzón de manta blanca,
camisas bonitas de cretona, de céfiro y género. Las mujeres usaban
faldas largas amarradas a la cintura con un ceñidor, sus blusas eran
camisas de “cajón”; los hombres usaban huaraches y las mujeres
andaban descalzas.”
El
agua potable, parece que se introdujo en l950, en la comunidad y
mucho después la luz eléctrica, l969. Con esos servicios, el pueblo
empezó a adelantar, pero también por los que salieron a trabajar a
los EEUU y a otros lugares. Por eso ahora está cambiado, hay muchas
casas bonitas y muchos profesionistas. Pero todavía hay muchos
pobres. Y perdona que no pude contestarte rápido, porque estuve
enferma, casi ya mero me muero, gracias al cuidado de mis hijas,
nietos y del doctor, me salvé.
Sabes
“Lipe”, todos los que te conocemos en este pueblo, nunca te
olvidaremos y esperamos que algún día estés con nosotros. Es todo
lo que puedo decirte y recibe mis bendiciones. Te recuerda siempre,
Secundina Chávez Rojas.”
Gran
parte de esta emotiva carta, cuya redacción se ha respetado en gran
parte, es interesante por la historia de sufrimientos que relata y lo
que refiere en su carta la señora es muy valioso, la conservo y la
transcribo en estas memorias.
Portada del tomo II.
Presentan estas Memorias textos del destacado investigador y politólogo Porfirio Santibáñez Orozco, quien con su magistral pluma abre a los ojos del lector el panorama completo de la interesante vida y obra de nuestro autor.
La Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca, de la que don Felipe Martínez Soriano fue rector entre 1976 y 1977, en una estampa inédita que queda para la historia, abrió sus emblemáticas puertas y se convirtió en capilla ardiente para rendirle homenaje luctuoso a quien fuera su honesto defensor. Nunca se había visto que siete rectores montaran respetuosa guardia a uno de sus pares. Con estas fotografías que hablan por sí mismas despedimos esta entrada.
Rectores Eduardo Carlos
Bautista Martínez, Eduardo Martínez Helmes, Francisco Martínez
Neri, Leticia Mendoza Toro, Miguel Ángel Concha Viloria, César
Mayoral Figueroa y Abraham Martínez Alavés.
Doña Josefina Martínez y sus hijos
Edificio Central de la UABJO, la tarde del 24 de mayo de 2016.
No hay comentarios:
Publicar un comentario