jueves, 26 de mayo de 2016

MEMORIAS REUNIDAS DE FELIPE MARTÍNEZ SORIANO

Carteles Editores lamenta profundamente la muerte de su autor, el estimado y respetado Profesor y Pediatra 
Don Felipe Martínez Soriano, 
acaecida el pasado 22 de mayo de 2016 en esta ciudad de Oaxaca.
A su compañera infatigable, doña Josefina, y a sus hijos, les expresamos nuestras sentidas condolencias.
Descanse en paz luchador social tan vigoroso como honrado.

Y siendo este un blog de publicaciones, qué mejor que poner a la disposición del público la última obra bibliográfica –publicó al menos otros dos libros– en la que don Felipe Martínez Soriano se empeñó: sus 
MEMORIAS REUNIDAS
cuya portada es la siguiente:



En este libro se reunieron los tomos I y II que se publicaron sucesivamente en años anteriores, pero al agregársele el tercer tomo con el que don Felipe culminó el balance de sus recuerdos hasta el presente, por esa razón se tituló el conjunto de la obra como MEMORIAS REUNIDAS.

Todos identificamos a don Felipe como un luchador social, sin embargo en estas memorias se nos revela como un acucioso cronista de su propia cultura. Es muy valiosa etnográficamente toda la información que nos dejó de su tierra natal y el testimonio político y social de su tiempo.
Los siguientes son fragmentos escogidos por este bloguero para que el lector conozca la faceta de narrador de nuestro estimado amigo y autor:

MIS PRIMEROS AÑOS

La inquietud por escribir estas memorias nace de evocar diversas ideas, entre ellas, la de la insigne escritora Elena Garro, quien en su libro Los recuerdos del porvenir dice: “Yo sólo soy memoria y la memoria que de mí se tenga. Y como la memoria contiene todos los tiempos y su orden es imprevisible… La memoria me devuelve intactos aquellos días…”

Recordar es, como se ha dicho clásicamente, volver a vivir teniendo muy presente los anhelos, la pasión y las esperanzas que alimentaron nuestras acciones; es regresar al pasado por medio de la memoria, hacer un balance de lo logrado y descubrir el sentido que le dimos a lo que hicimos. He tenido presente, también, una de las ideas de Albert Einstein, aquella que dice que “sólo una vida que se vive para los demás, merece la pena vivirla”.

Nací el 5 de febrero de 1927, en choza humilde, indígena, campesina y zapoteca de San Andrés Zautla, Etla, Oaxaca. Diez años después del movimiento social de l9l7; en un pueblo situado a 11 km del distrito y a 27 de la ciudad de Oaxaca, capital del estado; para llegar a él se pasa el Puente “El Milagro”, del río Atoyac, ahora sin agua; después, las agencias de San Isidro y Alemán, luego se divisan al occidente unos montículos que son continuidad de Monte Albán. Está asentado en un suelo irregular con pequeñas barrancas y arroyos a su alrededor y al noroccidente una cadena montañosa que la hace singular.

Mis padres fueron Francisco Martínez y Tomasa Soriano Ruiz; se dedicaban a la agricultura tradicional usando el pico, la coa y la pala para sembrar maíz y frijol en el temporal y carecían de terrenos fértiles. Acarreaban la cosecha en carretas jaladas por yuntas de bueyes, en burros y caballos, igual para la venta de leña y carbón a Etla y Oaxaca.

El pueblo no tenía luz eléctrica, se alumbraba con ocote, velas o “brujitas” de petróleo; tampoco contaba con agua potable y ésta se obtenía de los pozos situados a flor de tierra en la periferia del pueblo. Los niños la acarreábamos con latas sostenidas con un garrote grueso y resistente colocado en los hombros y las mujeres acarreaban el líquido vital en cántaros sostenidos con un rebozo hecho rodete sobre la cabeza.

Fue una época en la que se vivió el movimiento cristero (l926-l929), cuando el país sufrió una crisis económica, también política y social durante la que los sacerdotes católicos sufrieron persecución política y los bautizos se tenían que hacer a escondidas; fueron años en los que también se registraron temblores que produjeron miedo a la población. Como consecuencia de los temblores, algunas personas emigraron a otros lugares, caminando por terracería, veredas pobladas de hierbas y arbustos, en burros, carretas, caballos y a veces por ferrocarril.


PRIMEROS CINCO Y SIETE AÑOS DE VIDA

Quedé huérfano a los seis meses de edad; mi madre falleció sin saberse de qué enfermedad. Algunas gentes decían que fue por el polvo del maíz, que le produjo la muerte. Y decían que era de cara afiladita, trabajadora y amable, pero no tengo mayor información de ella, por eso en un tiempo busqué a personas para que me dijeran algo sobre ella, pues tampoco tengo alguna fotografía. Entonces, necesito en lo posible que alguien haga un retrato hablado de ella, tomando como muestra a un familiar parecido.

A los siete años conocí a mi abuela materna, Bibiana Ruiz, “Maribin”, de tez blanca, menudita y trabajadora; sacrificaba chivos para exquisita barbacoa. No conocí a mi abuelo Zeferino Soriano, sí al señor León Ruiz, tío abuelo que una vez que trabajaba la tierra, por el río, me vio cabezón y dijo que, si lograba sobrevivir “sería un gran hombre”. Pero entonces me llamaban por Gabino, en recuerdo a otro tío abuelo: así me nombró la gente por mucho tiempo.

Fui bautizado como Felipe de Jesús, lo supe al ingresar a la escuela y en mi acta de nacimiento estoy como hijo natural de Francisco Martínez, sin el nombre de mi madre, pues ella estaba en “cuarentena”; es decir, las parturientas no podían salir antes de cumplir ese tiempo y después de un baño de temazcal, al que yo fui cuando tenía ocho años para que “la maldad se saliera”.

De mi orfandad, se encargó mi abuela Catarina, conocida como “Tía Cata”, de pelo largo, negro y ensortijado; morena, simpática y enérgica, que para alimentarme, recurría con señoras con hijos amamantando y de la misma edad que la mía, para “robarles” un poco de leche. Entre ellas estaba la tía Amalia, a quien llamaba “Mamá Malla” y su hija, Cristina, que me cargaba en su rebozo y cuando lloraba la llamaba: “Tina, quiero...”

Pero algunas se negaban y tenían razón en cuidar la alimentación de sus hijos. En ese tiempo se vivía mal y no se acostumbraba la alimentación complementaria o ablactación como se dice en términos pediátricos. Y fueron causa de la grave desnutrición que sufrí en esos primeros años de vida. Mal social que ahora se conoce como niño “araña”, y con cara de viejito o hinchado, como en Biafra.

Por eso tenía baja estatura, estaba cabezón, con barriga voluminosa y lustrosa, pies delgados como una “araña”, y llamaba la atención de la gente, por tener lombrices redondas (áscaris) y planas (solitarias), también amibas; y me veían en un estado de indiferencia y de tristeza, la “tiricia”, se dice en los pueblos. Curarse resultaba imposible por no haber recursos económicos ni médicos.

Entonces se recurría a la hechicería, brujería y los primeros me hicieron “limpias” con huevos de gallina negra, usando ropas íntimas de hombre o mujer, acompañados de cánticos en zapoteco para “ahuyentar” al demonio, al dios del mal, al “chaneque” o al “tono” una segunda persona; o el nagual representado por un coyote grande.

Los brujos eran y siguen siendo algo místico; no se les veía, ni se quería saber de ellos, porque infundían temor a los niños, incluso, a los adultos. Pues si a una persona se le ubicaba como tal, había que tenerle “cuidado” y muchas veces se le apedreaba. Los curanderos usaban ceniza, grasa de tlacuache o manteca de cerdo que untaban en la barriga que brillaba y parecía reventar de lombrices. También recetaban tomar raíces o cáscaras de plantas, hojas, semillas de calabaza y toronja; epazote en empanadas y semillas de calabaza preparadas en horchata.


Para el dolor de barriga, raíces de los “tres pies”; el “cuancuco” es un camote que sirve para infusiones amargas, o la hierba del “susto” y la “pegajosa”. Entre ellos, estaba la señora Trinidad, persona gorda, a la que le decían “La Cosota” y el señor Isidoro, un “Tata” que infundía respeto. Él untaba a mi cuerpo la hierba del “susto” y esperaba el resplandor de agua del apazle (recipiente de barro) que diera a mi pecho. Recorría con un cántaro en las manos o en hombros por los rincones de la choza, sonando la boca del recipiente y cantando “vete animal del demonio, no te lleves a Gabino”, “váyanse animales”, “recuanto animal, reguayo, reburro, chaneque, dios del mal”. Y muy de mañana recomendaba llevarme desnudo al rocío de la alfalfa y se me quitara “la tiricia”; y así fue dándose la recuperación. 

La portada del primer tomo, de donde extrajimos el texto anterior, fue la siguiente:


Leamos ahora un fragmento del tercer tomo, donde habla de cómo sus paisanos se iban de braceros a tierras extrañas:


INGENIOS AZUCAREROS

Migrantes del Valle Eteco
La industria del azúcar: un dulce tormento

Vale mucho esta versión campesina que dice como “Un dulce y bello silencio nos
cubre cuando recorremos los cañaverales mexicanos antes de la zafra”, decían en tiempos de graves condiciones sociales, cuando en el Valle oaxaqueño, se dieron los primeros movimientos migratorios, sin saberse fechas exactas, como la “contrata” al “Paraíso Novillero”, llamado así por la exuberante vegetación, por lo fértil y abundantes cañaverales. Hoy se llama Carlos A. Carrillo.

También iban a los Ingenios de “San Cristóbal” y de “San Juan Sugar”, a la zafra y el azúcar a orillas de la Cuenca del Papaloápan, en Veracruz; donde “entre machetes y caña crece la gente del azúcar y sus manos sostenían una de las industrias más importantes de Veracruz. Cuando los ingenios azucareros eran el núcleo fundamental de la producción, de la economía, del control político, también herederos directos de la sociedad feudal y de la encomienda”.

Y a pesar de la explotación de que eran objeto por patrones, mayordomos, caporales y caciques, como lo explica John Kenneth Turner, en su libro México Bárbaro y el sacerdote Carlos A. Machorro en Caña Amarga. Sin embargo, ansiosos estaban por trabajar y esperaban la fecha de la zafra y cuando esta se daba, con gusto se iban y se despedían en el centro de la población con música: no podía faltar la canción de Macedonio Alcalá “Dios Nunca Muere”. Así platicaban mis abuelos Feliciano y Catarina y mi padre que desde los l2 años de edad, lo llevaban a trabajar y demostraba valor en el duro trabajo y lo apodaron “El del Rebozo Colorado”.

El relato hace gozar momentos de intensa alegría, mezclada con la mayor tristeza porque dejaban parte de la familia y pueblo, para ir a trabajar en lugares considerados un vergel, porque la pobreza obligaba a irse como peones contratados por Manuel de Paz, cruel y verdadero capataz. Después las contrataciones mejoraron cuando estuvieron a cargo de gentes de la región: Rafael de la Luz, de San Isidro; Porfirio Soriano y Ricardo Chávez, de Zautla.

Los contratistas transportaban a los campesinos en el viejo tren, movido con máquinas de vapor y combustible de carbón, en los vagones iban como animales, exponiendo sus vidas y más cuando el tren con dificultad subía por la vía angosta a las cumbres de Esperanza y de Maltrata, tramos escarpados que pareciera irse a la profundidad de la cañada, eran los momentos de mayor riesgo.

Ese tren fue bautizado como “El Tren de la Muerte”, por las exclamaciones
de angustia. Se tardaban días en llegar a los lugares de trabajo, donde eran ubicados en lugares inhóspitos, verdaderos infiernos: galerones grandes e insalubres,
junto a sus mujeres, víctimas del paludismo y de la tuberculosis. Algunos ya no regresaron. Además eran tratados con saña, peor que animales, por mayordomos que los golpeaban con látigos, como las “brigadas civiles” o los “azules”.

El escritor Pedro Ramón Gay traduce: “los campesinos, poco tiempo esperaban los silbidos del tren que se oían a lo lejos y el ritmo del corazón se les tornaba, bajo un cielo azul y estrellado. De pronto veían resplandores y el ruido de la máquina que se acercaba y recogían sus humildes y escasas pertenencias: tortillas tlalludas para dos días de camino y se subían al tren con la familia. Y les destinaban dos vagones “especiales” donde iban hacinados, sin poder dormir y los niños lloraban de hambre y el tren partía de Etla, lentamente, por rieles de vía angosta y sinuosa, alejándose de los pueblos del valle a internarse a la montaña: por el cañón del Parián, el Tomellín y el de Cuicatlán, con un calor intenso.

“Por los gruesos vidrios de las ventanas, observaban formas caprichosas de la sierra, laderas semidesérticas y bravas, pobladas de cactus de brazos largos y en fila como candelabros, como “órganos” que parecen, en efecto, la tubería de instrumentos musicales, solemnes y litúrgicos, cubiertos de espinas en simétricas aristas, biznagas de recias y aceradas espinas como púas blancas y rosadas que dulcifican la terrible agresividad de la planta y la hacen aparecer como una gran flor nacida del suelo”.

Mezquites de madera dura como el hierro, “Palo Hierro”, aserrada para el carbón, propias de áreas semidesérticas, que artesanos creaban con él una variedad de figuras, finamente talladas como “La Danza del Venado”, águilas con gallarda pose de vuelo rumbo al infinito, búhos que reflejan sabiduría, caballos a todo galope en una carrera sin fin; ranas, coyotes, osos, delfines, ballenas, juegos de dominó guardados en estuche original, con una rama ahuecada y tapa del mismo fragmento del árbol; magueyes de ilustre prosapia azteca, que aparecen en los códices anunciando el advenimiento del amargo licor de la raza, del pulque de miel suave y blanquecina. El nopal milenario de hojas pesadas e intocables, vestido de espinas, cubierto de frutas jugosas en el verano. Recordaban mis paisanos, en su largo peregrinar en cada zafra de la caña de azúcar.

Mientras los vagones del tren crujían tristemente como si fueran a romperse, las ruedas con el trac, trac, trac en la oscuridad y el silencio de la noche y en las graciosas ondulaciones como serpiente, por el sinuoso camino. Sudorosos y hambrientos los campesinos abrigaban esperanzas de llegar pronto al “Paraíso Novillero” y trabajar para ganar algo de dinero y regresar pronto al terruño, al lado de sus gentes. Llenos de ilusiones, sin “importarles” desavenencias con las que tropezarían en el trabajo.

El tren al pasar por Tehuacán y Esperanza, no abandonaba el camino monótono y aburrido, lentamente seguía avanzando por las agrestes y encrespadas montañas, Cumbres de Maltrata, que se tornaban peligrosas, más cuando las máquinas parecían regresarse del camino, incluso, caer en la profundidad de la cañada, entonces los ayees de angustia y desesperación se multiplicaban. Pero al fin, el tránsito difícil era superado y empezaban los viajeros a respirar tranquilamente y a disfrutar por la mañana vientos confortadores del paisaje veracruzano, el espeso follaje, el ruido de los arroyuelos y ríos y la humedad del trópico.

Ahora una carta que me envió la tía Secundina Chávez al reclusorio del DF, 3l de diciembre de l998, y dice:

“Dr. Felipe Martínez Soriano, México, D.F. Estimado y muy querido “Lipe”. Te saludo cariñosamente, deseando que Dios te acompañe, te ayude y puedas vivir en paz en ese lugar. Quiero que sepas que todas las noches antes de dormir te doy mi bendición, para que Dios te cuide y te proteja.

Y como quieres que te cuente algo de mi vida, te diré que me casé con mi “Marquitos” en l925; y a los dos años de casada, me fui con él al Novillero. Marcos, cortaba caña y yo daba de comer a seis abonados; lo que ganaba lo gastábamos y lo que ganaba él, lo guardábamos para hacer nuestra casa y comprar nuestra yunta; en el primer año de trabajo hicimos nuestra casita, en el segundo año hicimos nuestra yunta y en el tercer año fue solo tío Marcos al Novillero y con lo que ganó hicimos el corredor de la casa”.
Fíjate “Lipe” que salimos de Etla, en el tren, llegamos a Quiotepec, de allí nos fuimos caminando hasta el Novillero, hicimos diez días de camino de Quiotepec al Novillero, pasamos los pueblos de Santa Ana, Rollo Culebra, El Pajarito, Chiquihuitlán, Teutila, Coyula, Los Pintos, Ojitlán y aquí me querían robar a mi marido, lo quería la hija de Don Eulogio, porque la muchacha se quería ir con mi Marcos al Novillero, porque le engañé, diciéndole que era mi hermano. Cuando llegué al Novillero, como te dije, atendía a seis abonados, a los que les cobraba 6.00 pesos a la semana, comida y lavado de ropa. También pasamos por Tuxtepec, de ahí a Toro Bravo y de aquí en lancha al Novillero, hicimos 9 horas de camino.

Y te cuento también que cuando yo era niña, el pueblo estaba muy pobre, había muchas gentes muy pobres, las calles eran muy angostas y con muchos árboles y tío Román Martínez, o tío Román “Yin”, fue quien abrió los caminos y ordenó la limpieza de las calles. Época en que los hombres vestían con calzón de manta blanca, camisas bonitas de cretona, de céfiro y género. Las mujeres usaban faldas largas amarradas a la cintura con un ceñidor, sus blusas eran camisas de “cajón”; los hombres usaban huaraches y las mujeres andaban descalzas.”

El agua potable, parece que se introdujo en l950, en la comunidad y mucho después la luz eléctrica, l969. Con esos servicios, el pueblo empezó a adelantar, pero también por los que salieron a trabajar a los EEUU y a otros lugares. Por eso ahora está cambiado, hay muchas casas bonitas y muchos profesionistas. Pero todavía hay muchos pobres. Y perdona que no pude contestarte rápido, porque estuve enferma, casi ya mero me muero, gracias al cuidado de mis hijas, nietos y del doctor, me salvé.

Sabes “Lipe”, todos los que te conocemos en este pueblo, nunca te olvidaremos y esperamos que algún día estés con nosotros. Es todo lo que puedo decirte y recibe mis bendiciones. Te recuerda siempre, Secundina Chávez Rojas.”

Gran parte de esta emotiva carta, cuya redacción se ha respetado en gran parte, es interesante por la historia de sufrimientos que relata y lo que refiere en su carta la señora es muy valioso, la conservo y la transcribo en estas memorias.


Portada del tomo II.



Presentan estas Memorias textos del destacado investigador y politólogo Porfirio Santibáñez Orozco, quien con su magistral pluma abre a los ojos del lector el panorama completo de la interesante vida y obra de nuestro autor.

La Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca, de la que don Felipe Martínez Soriano fue rector entre 1976 y 1977, en una estampa inédita que queda para la historia, abrió sus emblemáticas puertas y se convirtió en capilla ardiente para rendirle homenaje luctuoso a quien fuera su honesto defensor. Nunca se había visto que siete rectores montaran respetuosa guardia a uno de sus pares. Con estas fotografías que hablan por sí mismas despedimos esta entrada.


Rectores Eduardo Carlos Bautista Martínez, Eduardo Martínez Helmes, Francisco Martínez Neri, Leticia Mendoza Toro, Miguel Ángel Concha Viloria, César Mayoral Figueroa y Abraham Martínez Alavés.  

Doña Josefina Martínez y sus hijos

Edificio Central de la UABJO, la tarde del 24 de mayo de 2016.




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