Mark Overmyer-Velázquez
VISIONES DE LA CIUDAD ESMERALDA
MODERNIDAD, TRADICIÓN Y FORMACIÓN
DE LA OAXACA PORFIRIANA
Coeditores: Instituto de Investigaciones en Humanidades de la UABJO
y Congreso del Estado de Oaxaca
Primera edición en español hecha en el marco de los Centenarios de la Independencia
y la Revolución mexicanas. Traducción de Mónica Portnoy.
23x15.5 cm. pp. 328 ISBN978-607-7751-31-1. Diseñado e impreso en Carteles Editores.
Una nueva sorpresa editorial que nos depara los festejos por los Centenarios (aún deben continuar) es este esperado libro de Mark Overmyer-Velázquez del cual reproducimos con permiso de su editores el texto de Introducción escrito por el autor.
Lo interesante de esta publicación es que forma parte del novedoso "corpus editorial" que Carlos Sánchez Silva se ha propuesto hacer. Con ello no sólo pone a disposición del lector regional libros a los que de otra manera sólo podría tener acceso a través de su edición original publicada en inglés en 2006, por la Durham and London, Duke Univesity Press, sino que aporta las nuevas visiones que explican la historia, es decir la nueva historiografía. A diferencia de todos los demás que en Oaxaca llegaron a publicar algo (muy poco, casi nada), Sánchez Silva y su equipo es el único que aportó ediciones originales, muy bien seleccionadas, de autores de mucha solvencia en el ámbito académico y sobre todo ensayos críticos que podrán ser analizados y a su vez criticados o refutados, pero sin duda son aportaciones que modificarán el modo de vernos a nosotros mismos, tan dados a confundir el dato histórico con la anécdota y el mito con la documentación.
Sin duda la sola palabra "modernidad" nos causa desazón en Oaxaca. Overmyer-Velazquez traza en su texto introductorio un amplio arco filosófico que desmenuza el concepto y sus estereotipos. Hoy en día el estado de Oaxaca, gobernado por una coalición opositora, parece estar aún más confundido que nadie sobre la "modernidad" que se escogió en las urnas el pasado 4 de julio de 2010. El slogan de los ganadores es el mismo del porfiriato: la "paz" y el "progreso"... Pese a eso, vemos cuán lejos estamos de conceptualizar –ya que no resolver en los hechos– estas dos ideas antagónicas que dan pie al análisis de Overmyer-Velázquez: modernidad y tradición en una época histórica de Oaxaca. Dejemos que él mismo nos lo explique.
Las imágenes que acompañan este texto fueron tomadas del libro y pertenecen al Archivo Histórico Municipal del Municipio de Oaxaca de Juárez. Las notas de este texto no se incluyeron en esta reseña. El libro está disponible en la sede del Instituto de Investigaciones en Humanidades de la UABJO, en el número 901 de la Avenida Independencia.
INTRODUCCIÓN
La ansiedad de la modernidad crea el deseo de nuevos mitos y tradiciones –creencias que controlarán los cambios que socavaron todas las relaciones, aparentemente fijas y estables, en lo cultural, lo político y lo económico.
Greg Grandin, The Blood of Guatemala
La bella ciudad de Oaxaca está adornada con nuevas y hermosas avenidas como la Avenida Porfirio Díaz, con nuevos edificios como la escuela del mismo nombre; y las mejoras se están dando de manera ininterrumpida no sólo en la capital, sino también en las ciudades de los distritos. Se está estableciendo la moral pública, se están persiguiendo los vicios… (y) se están erigiendo nuevas escuelas… de manera de no detener el curso de la civilización hacia las masas, quienes están batallando incesantemente con las dificultades y las innumerables penurias.
Francisco Belmar, Breve reseña histórica y geográfica
del estado de Oaxaca, 1901
En su encarnación de inicios del siglo XXI, la ciudad de Oaxaca aparece ante los neófitos (al menos ante aquellos que restringen sus movimientos turísticos al denominado centro histórico) como un vestigio del pasado colonial de México. Incluso bajo el palimpsesto de la ciudad actual, se encuentra una historia abandonada. Mucho de lo que el visitante contemporáneo ve de esta ciudad provinciana de México fue construido o reconstruido a finales del siglo XIX y a principios del siglo XX, durante el reinado del presidente Porfirio Díaz. Cuando Francisco Belmar, filólogo y Juez de la Suprema Corte en México, escribió el pasaje anterior en la introducción a su trabajo Breve reseña histórica y geográfica del estado de Oaxaca, él, al igual que otros miembros de la élite de su época, visualizó la capital del estado como parte de la transformación de México hacia una era novedosa y moderna. Rindiendo homenaje al gobernador estatal elegido de manera teatral (léase, designado por el presidente), el general Martín González, Belmar exaltó los esfuerzos del gobierno por reconstruir, expandir y regular la ciudad después de sus belicosos días del siglo XIX. La forma particular que adquirió esta ciudad provinciana del sur de México, sin embargo, dependió de más cosas que de las visiones altaneras de la élite dirigente.
En este estudio se analiza una característica fundamental de la historia mexicana de los siglos XIX y XX: la manera en que los mexicanos construyeron y experimentaron procesos de modernidad. Se reflexiona acerca de la ciudad de Oaxaca de Juárez, un importante sitio del encuentro de México con la modernidad en el momento del cambio de siglo. Tanto las élites como los plebeyos construyeron físicamente la modernidad en las calles, las plazas, en los barrios y en los edificios de la Ciudad Esmeralda (estructuras cuya piedra de cantera la volvieron famosa por su color), y la construyeron discursivamente mediante las nociones de clase, raza, género, sexualidad y religión tal y como se presentaron en determinadas cosas como las regulaciones cívicas, los periódicos y los rituales públicos. Diferentes grupos urbanos –incluidas las élites gubernamentales, los líderes de la iglesia y los grupos populares, cada uno caracterizado por interpretaciones contestatarias de clase, de raza y de género específicas– constituyeron la modernidad de manera simultánea. Dichos grupos movilizaron ideas y prácticas de la modernidad en sus luchas por el poder social, político y cultural de la ciudad de Oaxaca.
La construcción de la modernidad dependió, en gran medida, de su representación o “puesta en escena” de la realidad. Las nociones de legibilidad y de orden visual eran centrales para las élites. Las visiones y representaciones que las élites de Ciudad Esmeralda tenían de la modernidad intentaron simplificar y, por consiguiente, volver legibles las complejidades de la transformación histórica capital de la era porfiriana. Las prácticas de imaginar y ordenar la capital del estado y su población tomaron forma en áreas como la planificación urbana y la arquitectura, la ingeniería social, la organización y mapeo de los espacios públicos y privados y, de manera más acentuada, en los registros fotográficos de los trabajadores de la ciudad. Aunque estas prácticas se inspiraron en tradiciones coloniales y de inicios del siglo XIX, y las transformaron, la era porfiriana intensificó, como nunca antes, el encuentro de México con la modernidad a medida que profundizó el compromiso de la nación con el capitalismo internacional, incrementó la proliferación de los medios de comunicación y de la industrialización y, mediante los dictados de un régimen autoritario, extendió el alcance tecnológico del estado para reconfigurar áreas urbanas.
Del mismo modo que las élites, los plebeyos tenían sus propias visiones de la Ciudad Esmeralda. También utilizaron las innovaciones tecnológicas de la era del Porfiriato para transformar la manera con la que experimentaban la vida en la capital. Por ejemplo, las trabajadoras del sexo se apropiaron de aspectos del creciente aparato regulador municipal y de la retórica de la constitución liberal de México para reclamar respetabilidad y determinados elementos de un estilo de vida “moderno” considerado por muchos miembros de las élites como de su exclusiva pertenencia. Lo que nació de estas corrientes múltiples y competidoras en la ciudad de Oaxaca durante el Porfiriato no fue una terminación abrupta de la sociedad “tradicional” y el comienzo de una “moderna”, sino la construcción simultánea y mutua de ambas.
Oaxaca de Juárez está localizada a 563 kilómetros al sureste de la Ciudad de México (véase mapas 1, 2 y 3). Durante el Porfiriato, período comprendido entre 1877 y 1911 durante el cual Porfirio Díaz fungió como presidente, el país, por primera vez desde su independencia en 1821, mantuvo una gran estabilidad política y un amplio proceso de industrialización. De manera cuidadosa, Díaz y la élite política organizaron este período de paz relativa por medio de una combinación de manipulación jurídica, política clientelar y coerción violenta.
La ansiedad de modernidad experimentada por los habitantes de la ciudad de Oaxaca se derivó de una serie de desarrollos relacionados y que se dieron rápidamente en la capital del estado. Durante el Porfiriato, la expansión económica basada en el auge de la industria minera estatal, la concomitante llegada del ferrocarril nacional y de miles de nuevos residentes, los recientemente definidos y configurados espacios urbanos y las burocracias gubernamental y eclesiástica cada vez más poderosas y participantes alteraron profundamente la relación de los habitantes de la ciudad entre sí. Específicamente, estos nuevos desarrollos alteraron las relaciones aparentemente fijas y estables al interior y entre las élites, la jerarquía eclesiástica y las clases populares urbanas.
De manera similar a lo observado por Gregory Grandin en el caso de Guatemala, los residentes de la ciudad de Oaxaca, tanto los miembros de las élites como los plebeyos, generaron nuevos mitos y tradiciones con el propósito de dar significado y estabilidad a los cambios radicales que se daban a su alrededor. Entre estas técnicas, el mito de la modernidad fue muy importante, mito que de manera simultánea alabó la creación de una ciudad “moderna”, blanca y masculina y, al parecer, rechazó su correlato “tradicional”, indígena, femenina y rural. Pensar la ciudad de este modo permitió a los habitantes ubicar a la capital estatal dentro del discurso nacional de “Orden y Progreso” al tiempo que postergaban lo obvio: el hecho de que cada una de las dos caras de la misma ciudad dependían de la otra para su construcción física y discursiva.
Como ciudad provinciana y como centro comercial del sur de México, la ciudad de Oaxaca no sólo actuó como el locus de la modernidad para una población mucho mayor que la que albergaba dentro de sus límites, también tipificó, en múltiples sentidos, la construcción y experiencia de la modernidad en un área mucho más vasta, lo que lleva que las conclusiones a las que se llega sean aplicables a un espacio más grande. Aunque durante el período la ciudad de Oaxaca vivió un crecimiento demográfico moderado (su población aumentó de 25 948 en 1876 a 38 011 habitantes en 1910), se desempeñó como el centro económico, político y cultural del estado. Durante el Porfiriato, la población de México creció en 61 por ciento. En comparación, la población de las ciudades de provincia del país crecieron 88 por ciento. En 1900, ningún área urbana de América Latina contaba con un millón de habitantes; en toda la región, sólo 14 ciudades tenían más de cien mil. Igual que la ciudad de Oaxaca, la mayoría de las ciudades eran mucho más pequeñas y sus tasas de crecimiento demográfico, basado fundamentalmente en el crecimiento natural, subían lentamente. En ese mismo año, 4.4 por ciento de la población total de México (13 607 000) vivía en sus cuatro principales centros urbanos, mientras que 8.3 por ciento de la población del país vivía en una de las 54 ciudades de provincia como Oaxaca de Juárez. A pesar de su falta de industrialización, la capital de Oaxaca desempeñó un importante papel actuando como mediadora de la experiencia de la modernidad en el sur de México. Al conectar la “periferia” con el “centro”, las capitales provinciales como la ciudad de Oaxaca se convirtieron en escaparates de los proyectos modernizadores y de construcción del estado de Díaz.
En la narrativa generada en la Ciudad de México, Oaxaca se construyó como el remanso “tradicional” que permite al “centro” definirse como “moderno”. Hasta mediados de la década de 1980, los estudios históricos sobre Oaxaca describieron el estado del sur como la frontera atrasada de México. Debido a su población principalmente indígena y al aislamiento geográfico –Oaxaca está separada de la Ciudad de México por la inmensa cadena montañosa de la Sierra Madre– los académicos supusieron que las fuerzas de la modernidad pasaron por el estado y su capital. Algunos investigadores que abordaron el tema a mediados de la década de 1970 y a principios de la década de 1980 argumentaron que el estado estaba “inmunizado contra la epidemia de progreso”. Más aún, debido a sus vínculos con el régimen porfiriano, sostenían que la población del estado permanecía “pasiva” frente a las corrientes revolucionarias.
Antes de estos académicos, durante décadas, los cronistas locales habían contado la historia de la capital del Porfiriato. Aunque la forma en que trataron los hechos históricos significó un esbozo útil de las figuras políticas de la ciudad y de los cambios materiales, tendían a suprimir los detalles locales en aras de una versión más heroica de su ciudad natal desde la posición estratégica de la mansión del gobernador. Ángel Taracena, por ejemplo, en su trabajo Apuntes históricos de Oaxaca, concluye el estudio sobre la Oaxaca del Porfiriato con la simple afirmación de que casi todos los gobernadores del estado eran “gente honorable y amantes sinceros de su tierra que hicieron todo lo que pudieron para financiar la paz y mejorar materialmente el estado”.
Visiones de la Ciudad Esmeralda se basa en el trabajo de un pequeño y dedicado equipo de académicos que actualmente revisan la historiografía moderna del tan descuidado e incomprendido estado. El grupo ha expandido y enriquecido la investigación sobre las regiones de México que sigue probando que “fuera de México, [no] todo es Cuauhtitlán” o, en otras palabras, que para comprender la compleja historia de México, necesitamos mirar más allá de los límites de su ciudad capital. En sus varios acercamientos históricos al estado, estos oaxacólogos sostienen que a pesar de la sabiduría convencional, Oaxaca no fue un remanso ideológico, económico y político de finales del siglo XIX. Francie Chassen-López, la decana de este grupo, ha argumentado de manera convincente que debían desafiarse los estereotipos de la historia de México centrados en la Ciudad de México y que era necesario redirigir nuestra mirada histórica a lugares como Oaxaca, Chiapas y Yucatán. Chassen-López desafía las representaciones del sur de México que consideran a la región como un impedimento para el progreso debido a su población predominantemente indígena. Además de su trabajo, otros académicos colaboraron a abrir el análisis de la política, la sociedad y la cultura del pasado de Oaxaca. Monografías y artículos sobre los precursores a la Revolución Mexicana, sobre educación, religión, género, raza, mano de obra y liberalismo insertaron con firmeza a Oaxaca en la narrativa histórica moderna de México. El acceso a archivos públicos o privados, que antes se encontraban cerrados o eran de acceso restringido, significó un aliciente para la investigación y publicación de varios estudios novedosos sobre Oaxaca y su ciudad capital.
Don Porfirio y su predecesor, Benito Juárez, tuvieron más de sesenta años de lazos familiares con la ciudad de Oaxaca, poniendo de relieve la importancia de este estado en la historia de México. Antes de que su régimen presidencial se volviera “permanente”, Díaz interrumpió su mandato por un período de cuatro años (1880-1884), durante el cual gobernó Oaxaca. En gran parte debido a la estrecha conexión con Díaz, el estado y particularmente la ciudad de Oaxaca se involucraron en las actividades modernizadoras de esa época. Aunque frecuentemente se les caracterizaba como opuestos, los habitantes del estado de Oaxaca y de su capital vivieron de manera directa las transformaciones económicas y sociales que se estaban realizando en todo México y en toda América Latina a fines del siglo XIX y principios del XX.
La construcción de la modernidad
En el centro de este trabajo se encuentra el escurridizo concepto de modernidad. Durante más de un siglo, académicos y otros imaginaron y definieron el mundo que los rodeaba como un lugar en situación de “progreso” hacia un final “moderno”. A medida que los países latinoamericanos emergían de las bases beligerantes de sus guerras de independencia y la división desigual de la propiedad de la tierra y el trabajo seguían líneas socioeconómicas nuevas, quienes proponían la modernidad celebraban el proceso de construcción del capitalismo industrial y de la nación como los desarrollos naturales de un mundo cada vez más secular e industrializado.
Las primeras críticas a la modernidad, incluidas las de Marx y Weber, observaron el lado más oscuro de esta ecuación. Desde su perspectiva, junto a la creciente racionalización y especialización del conocimiento y destrezas llegó un mundo cada vez más disminuido en significado, un lugar en el que “todo lo que es sólido se esfuma en el aire” y las vidas humanas se transformaron en objetos utilitarios, impotentes. Tanto los apologistas como los críticos de la noción de modernidad concuerdan en que una sociedad se vuelve intrínsecamente “moderna” cuando es consumida por una noción de desarrollo interminable y lo “agitado provoca movimiento de tiempo e historia”.
Sin embargo, todos estos acercamientos al entendimiento del fenómeno de la modernidad dan por sentada su génesis como una fuerza universal de “Occidente”. Esta habitual formulación ha sido central para las teorías del desarrollo articuladas por los académicos que enmarcan las relaciones entre los países desarrollados y sus contrapartes menos desarrolladas. A su vez, dichas teorías, basadas en los supuestos occidentales de la modernidad, contribuyeron a configurar las visiones, tanto de los académicos como de los hacedores de política, respecto de América Latina. Desde la década de 1960, teóricos críticos como André Gunder Frank, Fernando Henrique Cardoso y Enzo Faletto plantearon una revisión radical del modelo difusionista de desarrollo para América Latina. Este modelo sostenía que la introducción de capital, tecnología y comercio necesariamente engendrarían desarrollo político y económico en la región. Los modelos de “la dependencia” o de los “sistemas mundiales” establecieron, esencialmente, lo opuesto al difusionismo. Mientras que las teorías más nuevas reconocían la acción de los actores locales y su historia, siguieron haciéndolo dentro de la misma narrativa principal de la dependencia. Los Dependentistas sostenían el supuesto de que la relación bipolar norte/sur suprimía las diferencias regionales, de clase, raciales y étnicas, de género y generacionales a favor de una superestructura primordial que controlaba el desarrollo económico y social. Basados en las nociones metropolitanas de la modernidad, los discursos de los difusionistas y los de la teoría de la dependencia ubicaban a Estados Unidos y a otros países “centrales” en el mando del sistema “neocolonial”.
Más aún, incluidos los lugares llamados periféricos como la ciudad de Oaxaca como área de desarrollo capitalista se desatan de las nociones eurocéntricas que relacionan la modernidad con las metrópolis en sí mismas. Esto ilustra que, mientras que la modernidad metropolitana puede ser dominante, no debiera servir como el estándar de modernidad universal autoproclamado. Los teóricos del desarrollo vieron las capitales nacionales de América Latina como “puntos de inserción” críticos para la diseminación del capital económico y cultural moderno. Consecuentemente, los académicos centraron sus investigaciones en las grandes áreas metropolitanas. En México, la Ciudad de México recibió la mayor parte de la atención en el ámbito de los estudios urbanos, señalada como la ubicación primaria del encuentro del país con la modernidad. Sin embargo, la profusión de la literatura centrada en la Ciudad de México descuidó a ciudades de provincia como Oaxaca de Juárez. El tratamiento preferencial a las capitales nacionales respecto de sus complementos provinciales adapta en un nivel interno las dicotomías centro-periferia/civilización-barbarie reivindicadas en las teorías del desarrollo.
Además de socavar la noción de un estándar universal, ver la modernidad desde la perspectiva de la ciudad de Oaxaca también plantea un reto para la rígida polaridad establecida habitualmente entre los lugares de la “modernidad” y los lugares de la “tradición”. El trabajo de François-Xavier Guerra ejemplifica este modelo binario. El poderoso análisis de Guerra de las estructuras y transformaciones políticas que se llevaban a cabo durante el Porfiriato postula a individuos e instituciones que buscan un compromiso entre un México que es, por un lado moderno, individualista y masculino, y por el otro, colectivo, tradicional y femenino. La imposibilidad de reconciliación de estos “dos mundos heterogéneos” en última instancia condujo, de acuerdo con el planteo de Guerra, a la revolución.
Este libro pretende, justamente, deshacer estas rígidas bipolaridades establecidas entre los lugares de la “modernidad” y de la “tradición”. Ver la modernidad a través de un lente centrado en la ciudad de Oaxaca desafía y recompone la definición de la capital estatal como un sistema homogéneo, monolítico y deificado. Los habitantes de la Ciudad Esmeralda construyeron históricamente la modernidad de manera simultánea y mutua con la tradición. Los oaxaqueños, tanto las élites como los plebeyos, trabajaron y manipularon las prácticas y nociones de tradición y modernidad en mutua relación para definirse a sí mismos y a su ciudad como partes integrales de un México moderno.
La paradoja central de la modernidad descansa en el hecho de que quienes la proponen la proclaman como una certidumbre universal y específica mientras suprimen sus vínculos fundamentales con la tradición. Esta paradoja también alimenta el enorme poder histórico de la modernidad para reproducirse y expandirse a sí misma. Planteadas como la única historia universal, las nociones occidentales de modernidad colonizaron exitosamente el mundo en la medida en que cada sociedad debe lidiar con el esquema de civilización y progreso occidental. Sin embargo, en una inversión irónica, la modernidad depende del menosprecio de los fenómenos heterogéneos a sí misma, lo que Timothy Mitchell denominó el “exterior constitutivo”: lo no occidental, lo local, lo otro. En otras palabras, la modernidad no es algo ontológicamente previo a la tradición, más bien, ambas se realizan en referencia a la otra. Las nociones de lo civilizado y lo moderno se construyeron dialécticamente con las imágenes de lo no civilizado y primitivo. Más bien, la disrupción y dislocación de las prácticas sociales y culturales originadas por los procesos de desarrollo capitalista generan el deseo de construir nuevos esquemas de modernidad y tradición que creen significado para dichas disrupciones y dislocaciones. Entonces, se deduce que para entender las iteraciones histórica y geográficamente específicas de la modernidad debemos examinar las múltiples maneras en que se negocia la modernidad en el nivel local y entre los así llamados lugares y personas periféricos. La “periferia”, a medida que se incorpora en la definición fundamental del “centro”, es un término cada vez menos adecuado. Por lo tanto, es imprescindible integrar la metanarrativa universal de la modernidad y su miríada de partes constitutivas.
El término modernidad sirve como una manera conveniente incompleta y hasta inevitable para referirnos a este complejo proceso histórico. Lejos de ser monolítica, la modernidad porfiriana de Oaxaca se fragmentó en múltiples líneas caracterizadas por controversiales entendimientos de clase, género y raza. Los habitantes de la capital trataron de reconstruir estos fragmentos en una estructura y en una narrativa coherente que les señalaría y los conduciría a un futuro más próspero. Sin embargo, la naturaleza fragmentada de Oaxaca afectó el reclamo de la modernidad hacia la universalidad. La dependencia de la modernidad respecto de las formas locales de diferencia minó su unidad, poniendo al descubierto la debilidad inherente de los discursos y prácticas dominantes.
Los individuos y grupos de la ciudad de Oaxaca utilizaron los elementos prácticos y discursivos de la modernidad para obtener poder en la sociedad porfiriana. Aunque una modernidad dominante (pero no universal) procedente de la Ciudad de México persistió durante el Porfiriato, la noción adquirió características y consecuencias particulares cuando fue mediatizada por los habitantes de la ciudad de Oaxaca. A lo largo de todo el período, los residentes de la ciudad utilizaron el término moderno y sus equivalentes, civilización y progreso, para representarse a sí mismos en el paisaje histórico en transformación de la capital. Para la élite gobernante de la ciudad, la modernidad representaba una parte esencial de la formación del estado, que implicaba la inclusión de la ciudad en los proyectos nacionales de desarrollo económico.
Además de describir las cualidades racionales y ordenadas de lo que ellos creían que era la modernidad, las élites trabajaron tanto directa como indirectamente para remover lo que ellos creían que no era la modernidad. De manera tal de fortalecer y mantener su hegemonía en la capital del estado, las élites dirigentes de la ciudad de Oaxaca trataron de construir una modernidad específica de clase, género, sexualidad y raza. Las élites seculares intentaron ubicar a los trabajadores urbanos, a las clases medias-bajas, a las mujeres y a los indios en los márgenes de sus visiones de la Ciudad Esmeralda. Trataron por todos los medios de controlar las clases populares y los espacios de la ciudad en los que se movían y vivían.
La expresión más clara del esfuerzo de la élite por reubicar a los habitantes dentro de un espacio imaginado que fuera específicamente mexicano y moderno apareció en la caracterización, por un lado, de la ciudad y sus habitantes mestizos/blancos como centrales para alcanzar el progreso y, por el otro, de las áreas rurales y sus poblaciones indígenas como la situación opuesta supuestamente tradicional (y, por definición, “no moderna”). Con pocas excepciones, las élites de México –alentadas por las nociones darwinianas de evolución racial– postularon los elementos rurales e indígenas contemporáneos del país como impedimentos para el progreso. Al mismo tiempo, las élites porfirianas representaron a la sociedad indígena “tradicional” y precolombina como la fundación histórica única, “auténtica” y permanente de México. Aunque Guillermo Bonfil Batalla sostiene que las élites del México “imaginario” podían encontrarse sólo en ciertos rincones de las ciudades más grandes, la misma retórica y práctica “civilizadora” ambivalente que Bonfill describe, se hallaba extendida en la provinciana ciudad de Oaxaca.
Las élites de la ciudad de Oaxaca, influenciadas por los modelos e ideas extranjeros aunque demasiado ansiosas como para imponer sus propias visiones de la modernidad, buscaron la manera de atraer inversiones de capital. Pensaban que para exhibir su ciudad y su estado ante los gobiernos extranjeros en lugares de exposición como el Palacio de Cristal de la Exposición Mundial de 1908 en Londres, necesitaban extirpar obstáculos tales como el vicio, la vagancia y la pereza (supuestamente característicos de la población indígena y de las clases más bajas de la capital del estado) y promover los valores domésticos “tradicionales”, así como las interpretaciones heroicas del pasado de la nación. Teniendo en mente este objetivo, los políticos municipales promulgaron nuevas leyes y reformas que pretendían, por un lado, inculcar una ética del trabajo entre los trabajadores de la ciudad y, por el otro, estimular ampliamente valores de consumo de manera tal de conducir la creciente economía.
Si la modernidad constituía un entramado ideológico o cultural para los mexicanos- porfirianos, entonces el término modernización involucraba su implementación en las calles e instituciones del país. Para convertirse en “moderno”, el gobierno porfiriano intentó reestructurar de manera radical (esto es, “modernizar”) todos los aspectos de la sociedad mexicana. El gobierno de Díaz alentó los avances tecnológicos (en transporte, comunicación y mecanización), la liberalización económica, la reforma militar y también en el campo de la educación. En una negociación constante con todos los sectores de la población, reconstruyó los espacios urbanos y trató de redefinir sus usos (nuevos rituales y feriados públicos) así como reestructurar las relaciones sociales y políticas con la esperanza de alinear a los ciudadanos (blancos y hombres) con el estado-nación emergente. Todavía subyacente a todo este “Orden y progreso” se encontraba una dependencia contradictoria respecto de los viejos acuerdos sociales y políticos. En definitiva, esta contradicción sirvió para deslegitimar el régimen de Díaz y para alimentar a los grupos de oposición, lo que condujo al estallido de la Revolución Mexicana en 1910. La marcha desigual del desarrollo económico y la concentración del poder político en la ciudad capital dieron lugar a que una clase media-baja incipiente y desafecta exigiera derechos más equitativos. Las acciones de este grupo y la oposición militar por parte de campesinos rebeldes procedentes de la vecina Sierra Madre desafiaron la preponderancia de las élites dirigentes.
La víspera del Porfiriato
En la década previa al ascenso de Díaz como Presidente de México, la ciudad de Oaxaca seguía sufriendo los efectos de continuas escaramuzas y batallas que se iniciaron en la era de la Reforma a mediados del siglo XIX. Durante este período, L. L. Lawrence, el agregado comercial de Estados Unidos en Oaxaca, escribió frecuentes mensajes al Departamento de Estado en Washington, que describían la naturaleza precaria de la capital y que advertían a los ciudadanos de Estados Unidos respecto del embrollo en curso.
Aunque el historiador de la era porfiriana de Oaxaca, el padre José Antonio Gay, escribió que la apariencia física de la ciudad de Oaxaca no había cambiado significativamente desde el período colonial, su condición económica relativa sí lo había hecho. Más de medio siglo de derramamiento de sangre y la inestabilidad política y económica dejaron en el deterioro a la capital estatal. En 1876, cuando Díaz atravesó triunfalmente la ciudad de Oaxaca en su camino por el reclamo de la presidencia a la Ciudad de México, su general, Fidencio Hernández, informó que sólo unos míseros trece pesos con ochenta centavos permanecían en las arcas de la ciudad. En los años previos, el jefe político del Distrito del Centro, Joaquín Mauleón, lamentó la triste condición de la capital estatal. En la víspera del Porfiriato, el informe anual de Mauleón señaló la falta de educación formal de los pobres de la ciudad, las rudimentarias habilidades de los obreros, la ausencia de rutas y sistemas de transporte así como la inseguridad económica general de todos los habitantes. Además, debido a la creciente secularización y a la inadecuada educación, los ciudadanos se hallaban desmoralizados, lo cual, de acuerdo con lo reclamado por Mauleón, a menudo condujo a la embriaguez y al crimen.
Durante el Porfiriato, los habitantes de Oaxaca de Juárez experimentaron la transformación de su ciudad. Después de años de renovada estabilidad política y de una moderada recuperación financiera, la llegada del Ferrocarril del Sur de México sustentó un auge minero en la región y un período de crecimiento económico y demográfico. En medio de fanfarrias, bombos y platillos, el primer tren entró en la estación de la ciudad de Oaxaca procedente de la Ciudad de México vía Puebla el 12 de noviembre de 1892. Los políticos y mandatarios locales, nacionales e internacionales presidieron durante más de tres días los discursos inaugurales y celebraciones en la capital. El gobernador Gregorio Chávez alabó el nuevo ferrocarril y su potencial para conectar Oaxaca con los mercados mundiales. “A partir de hoy”, escribió Chávez, “Oaxaca ya no vivirá aislada del mundo, olvidada por el comercio, la ciencia y las artes. El evento [de la llegada del Ferrocarril del Sur de México], celebrado por todos en Oaxaca, ¡será extraordinario para la historia del estado!”. Las valoraciones subsecuentes de Francisco Belmar con respecto al momento fueron un paso más allá. Belmar igualó la llegada del ferrocarril con el advenimiento de la civilización misma:
Después de que las últimas revoluciones internas establecieron las bases para la paz en todos los estados de la República, la gente, guiada por la mano poderosa e inteligente del general Porfirio Díaz, comenzó una era de progreso en todas las ramas de la industria y del conocimiento humano. Los ferrocarriles extendieron sus dominios, y el silbato de la locomotora se oyó a lo largo del hermoso Valle de Antequera (Oaxaca), proclamando la llegada de civilización a nuestra tierra.
El Ferrocarril del Sur de México ejemplificó la integración de México en el mercado capitalista mundial. Díaz y otros nativos de Oaxaca invirtieron mucho en el ferrocarril propiedad de los británicos. Además de la línea principal, varios ramales llegaron a la ciudad de Oaxaca para conectarse con las operaciones mineras del Valle Central. Hacia 1910 y el fin del Porfiriato, el estado contabilizó 1 829 kilómetros de nuevas vías.
De hecho, no fue el tren en sí mismo, sino lo que transportaba lo que provocó el resurgimiento económico de la región. La industria minera de Oaxaca sufrió muchos altibajos desde la era colonial. Sin embargo, durante el Porfiriato, el gobierno de Díaz abrió al mundo los depósitos minerales del país, desencadenando el auge minero y generando la nueva prosperidad económica en México. También en 1892, el gobierno federal reformó el código de minería del país para permitir la propiedad extranjera del subsuelo. Esta nueva cláusula revirtió siglos de proteccionismo y desató un torrente de inversión extranjera.
En su mayoría, los propietarios de la industria dependían del trabajo de los indígenas locales para extraer el oro, la plata y el hierro para exportar. El intento de revender la mano de obra indígena “barata” y “efectiva” de J. R. Southworth no tomó en cuenta las miserables condiciones laborales de los trabajadores mineros. Al mismo tiempo, los propietarios de minas y los mineros que se establecieron en la ciudad de Oaxaca se aprovecharon de la gran cantidad de artesanos y trabajadores indígenas que vivían en la capital, muchos de éstos forzados a esta situación después de que el estado subdividió y dio en usufructo una buena porción de sus tierras comunales durante la era de la Reforma, a mediados del siglo XIX.
En Oaxaca, como en cualquier otro lado de la república, los empresarios de Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña dominaban la industria minera. Pese a que el tamaño de las minas oaxaqueñas parecía nimio comparado con el de sus contrapartes del norte de México, la minería impactó mucho en la capital del estado al vincularla de manera más estrecha con los mercados internacionales y con la influencia del capital extranjero. Más de cien empresas tenían sus oficinas de minería en la ciudad de Oaxaca. Al conectar el estado con los mercados nacional e internacional, la industria minera configuró de manera radical la historia de la capital porfiriana.
Método y Estructura
En los capítulos siguientes, analizaremos una serie de temas interrelacionados y contingentes dentro de la historia porfiriana de la ciudad. Tratamos de relacionar esta historia desde múltiples puntos de vista sin renunciar a las responsabilidades y prerrogativas de un narrador. Aunque para fines de análisis, por ejemplo, separamos en un capítulo un examen de la formación de la élite gobernante de la capital y, en otro, una discusión acerca del papel de la iglesia católica y de los trabajadores urbanos, es importante tener presente que cada uno de estos aspectos de la vida de la ciudad influyó en los otros y que todos desempeñaron un papel de manera simultánea.
Como el centro comercial y político de la región, la ciudad fue el lugar principal del intercambio social y económico. Como los administradores municipales expandieron la capital a las áreas periféricas, esperaron dominar el carácter “incivilizado” del campo. Aunque nos centramos en la ciudad de Oaxaca como el lugar donde la mayoría de la población de la región interactuó con las fuerzas de la modernidad, no implica entonces que el campo fue su opuesto bárbaro. Lejos de ser actores pasivos de la historia, los ciudadanos de pueblos y villas indígenas del Valle Central del estado mediaron las fuerzas de la modernidad de acuerdo a sus propias maneras.
Distingo cronológicamente la era antes y después de la llegada del Ferrocarril del Sur de México en 1892, así como también los años del gobierno de Emilio Pimentel (1901-1911). Cada uno de estos tres períodos fue testigo de una creciente interacción con los esfuerzos del gobierno por modernizar la capital del estado.
Los siguientes capítulos integran múltiples enfoques para estudiar y “escribir” la ciudad. Los primeros dos analizan los roles superpuestos de las élites regionales y nacionales en la ciudad de Oaxaca ya que intentaron reconciliar nociones tradicionales y modernas de política y de espacio urbano. El capítulo 1 examina cómo los administradores del consejo de la ciudad interactuaron con los funcionarios del gobierno del estado y con los capitalistas mexicanos y extranjeros de manera tal de forjar una visión elitista de la modernidad y una hegemonía sostenida. Además del matrimonio endogámico y de la supremacía territorial e industrial, las élites gobernantes utilizaron el turismo, la cultura impresa y las actividades recreativas para apuntalar su estatus social. El capítulo 2 se concentra en la manera en que las élites conceptualizaron e implementaron una forma de modernidad excluyente de clase y raza en las calles y vecindarios de la ciudad. Las autoridades utilizaron regulaciones y vigilancia para confinar a las clases populares a áreas cada vez más periféricas de la ciudad. Los administradores urbanos introdujeron nuevas formas de legislación, de vigilancia policiaca, de mapeo y de expansión urbana en un intento por establecer un orden visual y por racionalizar la ciudad en el espíritu positivista y nacional de la época volviéndola, por lo tanto, más “legible”.
El capítulo 3 analiza la poco estudiada y renovada presencia de la iglesia después de años de represión contra el clero a mediados del siglo XIX y examina el crítico papel desempeñado por ésta en la conformación de la modernidad de la ciudad, especialmente entre los trabajadores de la capital. Durante el Porfiriato, los muchos habitantes urbanos renovaron su fe en la iglesia católica y regresaron a ésta una vez desvinculadas sus propiedades urbanas. El capítulo explora la relación critica que los líderes de la iglesia mantuvieron con los funcionarios del gobierno y con los miembros del Círculo de Trabajadores Católicos en sus intentos por resucitar la iglesia, mediante su integración a los proyectos mexicanos de modernidad de la élite, a partir de una amplia selección de documentos, incluidos boletines de la iglesia, periódicos y los escritos personales del arzobispo Eulogio Gillow.
Los siguientes dos capítulos analizan la manera en que los nuevos desarrollos económico y político de la ciudad alteraron las aparentemente fijas y estables nociones de género, raza y sexualidad. Los capítulos estudian en detalle el desarrollo del comercio sexual y cómo éste desempeñó un papel integral en la construcción de los discursos y prácticas mutuamente definidos de tradición y modernidad. El capítulo 4 examina los intentos del gobierno de la ciudad por definir y regular el comercio. La regulación de la industria revela el intento que los administradores del Porfiriato hicieron por construir nuevos mitos alrededor de la raza, el género y la sexualidad. Después de una discusión acerca de las nociones médico legales reinantes en la época sobre el crimen y la desviación, el capítulo plantea de qué manera las élites políticas y religiosas interpretaron la imagen del hombre y la mujer “decentes”. Los funcionarios de la ciudad se disputaron los modos sobre cómo controlar la rápida afluencia de “sexualidades peligrosas” con el propósito de preservar la “decencia” en la precaria institución de la familia. El capítulo 5 cambia el enfoque analítico para examinar las diferentes formas en las que las autoridades de la ciudad y las trabajadoras del sexo utilizaron fotografías en los registros de prostitución y otros elementos del aparato regulador de la capital para aprovechar las nociones dominantes de modernidad para sus propios fines. Además, este capítulo desagrega los diferentes roles que las prostitutas y las madamas jugaron en el comercio sexual y, al hacerlo, dieron una alternativa a las descripciones homogéneas de los grupos subalternos.
El año 1911 marcó el comienzo de la Revolución Mexicana en la ciudad de Oaxaca y el fin de la campaña porfiriana por modernizar la capital del estado. El capítulo final discute la rápida desaparición de la base industrial de la ciudad y las crecientes divisiones entre los grupos políticos locales que llevaron a la Revolución. También se reflexiona sobre el uso contemporáneo, históricamente determinado, del espacio público en Oaxaca de Juárez con un enfoque de los acontecimientos de la crisis política del 2006. En un momento en el que las élites y las clases populares batallan por construir significado y orden más allá del fenómeno aparentemente incongruente de turismo internacional y de movimientos por los derechos de los indígenas (ambos constituidos en fuerzas centrales de la vida cotidiana de la ciudad capital), las cuestiones de legibilidad y de orden visual siguen siendo críticas para la construcción de la modernidad en la Ciudad Esmeralda del siglo XXI.
Gracias por tu aportación, me ayudó mucho.
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