Llegó la letra "D" a la multicelebrada colección bibliográfica LAS QUINCE LETRAS, del instituto de Investigaciones en Humanidades, perteneciente a la UABJO.
Se trata de esa joya de bibliómanos que escribió y publicó en la "Editorial Cvltvra" (sí, con "v" de vaca en lugar de "u") don Manuel Toussaint. Todo mundo conoce esta perla, pero veamos cómo quedó su portada dentro de la Colección:
La edición original es un libro miniatura. Para hacer esta nueva edición del clásico hicimos dos aportaciones. La primera fue incluir en la portada el nombre del grabador: Francisco Diaz de León. Me parece que por primera vez se hace esta justicia bibliográfica, pues siempre el crédito entero se lo llevó don Manuel y su crónica literaria fruto de sus paseos por la ciudad hace casi un siglo. Sin embargo lo que complementa el encanto de esta joyita han sido siempre las ilustraciones, unos grabados en madera de formato muy pequeño, impresos con tinta ocre y encima tinta negra.
Dichas ilustraciones le ahorraron a don Manuel muchas páginas porque ellas logran crear una atmósfera realmente provinciana, novohispana e indígena de lo que fue nuestra ciudad. Francisco Díaz de León fue un grabador que participó en muchas publicaciones que exaltaban la revolución mexicana y sus anhelos de redención al campesino y al obrero. Díaz de León era, al final de cuentas, un obrero de las artes gráficas y nunca quiso hacer una carrera "burguesa" con sus habilidades artísticas. Inés Amor, la célebre galerista que promovió el arte del nacionalismo revolucionario mexicano aquí y en el extranjero, dice de Díaz de León que era un hombre tan modesto y humilde que no se daba cuenta del valor de su trabajo. Aquí agrego un link para quien desee conocer mejor a este colega tipógrafo, diseñador gráfico y hombre de libros que apreció el arte virreinal cuando muchos sólo pensaban reducirlo a ruinas:
http://es.wikipedia.org/wiki/Francisco_D%C3%ADaz_de_León
Su trabajo de Díaz de León Medina "habló" muy bien de él en esta célebre joya bibliográfica, por eso pusimos su nombre en portada, abajo del de Toussaint y el título del libro: "Oaxaca".
La siguiente "justicia" que le hicimos fue restaurar sus célebres grabados para esta edición. Las anteriores de las que tuvimos que fotografiar las imágenes estaban tan en pésimas condiciones que más bien restaban carácter al mensaje gráfico. Ahora quedaron intensos, recuperaron su expresión y vibran repletos de emoción, pues no es otro el resorte que impulsó a ambos (a Toussaint y a Díaz de León) mientras recorrieron la ciudad. Sentimos que "se la debíamos" a tan espléndido grabador. Por eso esta edición supera a docenas de otras que se hicieron de forma "facsimilar", porque ahora le metimos toda la capacidad tecnológica a nuestra disposición y ya verá y comparará el afortunado dueño de uno de estos libros con sus antecedentes (si los consigue...). Aquí una muestra:
Pero dejemos el micrófono a don Manuel y reproduzcamos una de sus crónicas, como ésta en donde habla de cómo lo llenaba de energía esta ciudad que ya –al parecer– no inspira a nadie :
Cada fragmento corresponde a una página de la edición original. Son como perlas de un collar único. Pero será mejor escuchar la palabra a quienes han estudiado con más calidad esta obra y su contexto histórico. Reproducimos a continuación el texto introductorio de esta nueva edición escrito por el Doctor Carlos Sánchez Silva.
Para amenizarlo meteré otras pocas ilustraciones de Díaz de León. Quien posea el libro las tendrá todas. Va:
INTRODUCIÓN
Manuel
Toussaint (1890-1955)
y
sus impresiones
sobre
la ciudad de Oaxaca
Es
la coloración de los edificios que con la
humedad
acentúa ese matiz. Entonces,
Oaxaca
es una ciudad de jade. Ahora Oaxaca
es
gris como las ciudades castellanas. Cada
ciudad
tiene su color inconfundible como tiene su
espíritu:
Querétaro es rosa, Puebla policromada con
predominio
de los azules y rojos; Cuautla verde;
Zacatecas
roja…
Manuel
Toussaint
Manuel
Toussaint: su generación
y
obsesión por la cultura
Don
Manuel Toussaint y Ritter vio la primera luz en la Ciudad de México
en el año de 1890. Por su fecha de nacimiento, pertenece a la
generación de personajes tan destacados como: Alfonso Reyes, Artemio
del Valle Arizpe, Francisco González Guerrero, Genaro Estrada, Ramón
López Velarde y Agustín Loera y Chávez. Realizó estudios en
diferentes disciplinas: Leyes, Bellas Artes y Altos Estudios, no
obtuvo grado académico alguno. A pesar de esta circunstancia, su
caso, como el de otros mexicanos ilustres, demuestra fehacientemente
que obtener grados académicos no es un requisito indispensable para
dejar una obra y una herencia digna del mayor reconocimiento.
Inclusive, sin exagerar la interpretación, bien se puede afirmar que
este hecho de incursionar en varias disciplinas le sirvió para
adquirir una amplia formación que después utilizó brillantemente a
lo largo de su fecunda labor intelectual.
Sus inclinaciones académicas
las dividió en dos grandes vertientes: la literatura y las bellas
artes. La síntesis de unir estas dos disciplinas llevó a don Manuel
a convertirse en pionero y, fundamentalmente, en uno de los pilares
en el establecimiento y desarrollo de la Historia del Arte en nuestro
país. Escribió sobre los géneros más diversos: poesía, novela,
arquitectura, arte, litografía, cartografía e historia. Pero su
labor no sólo se centró en publicar sus hallazgos, con denodado
esfuerzo luchó por el establecimiento de la Historia del Arte como
disciplina autónoma. Así las cosas, baste señalar que en 1934,
junto con otros académicos, fundó el Laboratorio de Arte en la
Universidad Nacional Autónoma de México [UNAM], el cual, en 1936,
llegaría a convertirse en el Instituto de Investigaciones Estéticas
de esta universidad. Instituto del cual fue su director en los años
que corren de 1939 a 1955.
Además de su pasión por leer,
escribir y fundar instituciones, don Manuel tuvo otros dos “grandes
vicios”: el primero de ellos, su obsesión por difundir la cultura
por medio de la letra impresa, ya que junto con Julio
Torri y Agustín
Loera y Chávez crearon
en el convulsivo año
revolucionario de 1916
la Editorial Cvltvra, sin lugar a dudas, uno
de los esfuerzos más importantes de la primera mitad del siglo XX en
nuestro país para difundir obras de la literatura universal,
latinoamericana y mexicana.
Su segundo “vicio” fue, como
Luis Mario Schneider lo califica: ser un “peregrino de la
investigación”.1
Sus “ires y venires” fuera y dentro de México no fueron simple y
llanamente “paseos turísticos”, de cada uno de ellos dejó
materiales escritos que demuestran su agudeza para retratarnos los
sitios más diversos: gracias a sus andanzas nacionales podemos
disfrutar de las excelentes monografías sobre: Tepozotlán, Oaxaca,
Teposcolula, Zacatlán, Taxco, Coixtlahuaca, Tepeaca, Tepetlaoztoc,
entre las más importantes; de su estancia en el “Viejo Mundo”,
en 1924 pública Viajes Alucinados (Rincones de España); en
los años treinta, recorrió algunos países sudamericanos y
posteriormente da a conocer su libro Arte Mudéjar en América.
Irónicamente, don Manuel
falleció en noviembre de 1955 en la ciudad de Nueva York, justo
cuando hacía escala de regreso, después de haber asistido como
representante de México al Congreso Internacional de Arte. Su muerte
a los 65 años de edad nos privó que nos siguiera ilustrando con sus
escritos y enseñanzas. Sin embargo, su obra y fecunda labor en bien
del arte mexicano son algo que pertenece al patrimonio cultural de
todos.
La
ciudad de Oaxaca en la percepción de Toussaint
A
imagen y semejanza de los mejores cronistas en épocas antiguas y
también recientes, don Manuel dejó para la posteridad su libro
titulado simple y llanamente: Oaxaca.
Para llevar a cabo este proyecto nuestro autor realizó una visita a
la “Verde Antequera” del 9 al 19 de marzo de 1926. Diez días que
sirvieron para que nos brindara una visión íntima y muy personal de
la capital oaxaqueña por conducto de 14 estampas bajo su pluma ágil
y poética. Este proyecto, desde su idea prístina, estuvo acompañado
de hermosos grabados realizados especialmente por el maestro
Francisco Díaz de León y que son un complemento perfecto para darle
un realce particular a esta obra.2
Amante del pasado colonial, el
autor hace un recorrido exaltando los vestigios hispanos de la ciudad
de Oaxaca: las primeras siete estampas son una poética nostalgia
para lograr su fin. Inicia con el aspecto de la ciudad, el color que
le ha dado la cantera con que está construida y le proporciona el
sobre nombre de la “Verde Antequera”, que con la lluvia se
acentúa más; la peculiaridad de la casa oaxaqueña, más cercana a
las casas castellanas que la misma ciudad Puebla; el aspecto
religioso de nuestra ciudad, con descripciones del monasterio, los
templos, los hierros y sobre la virgen de la Soledad.
Las siete últimas estampas,
aunque se refieren a la ciudad de Oaxaca cotidiana que a él le tocó
visitar, siempre van en la dirección de buscar el anclaje en el
mundo novohispano: en la primera aborda a la “mujer oaxaqueña”,
y concluye que todo viajero que parte de la ciudad ha olvidado algo
en esta tierras: quizás sea una rubia que ha dejado en la
apacible Oaxaca; lo mismo sucede cuando habla de las “joyas
oaxaqueñas” que pese a su “casticismo”, “[…] tales joyas
son netamente españolas”.3
En las siguientes cuatro
estampas don Manuel tiene que ceder en su interpretación pro
hispanista, ante uno de los componentes esenciales de la capital
oaxaqueña: la presencia indígena y mestiza en su vida cotidiana. En
esta perspectiva, su descripción del mercado
y las indias es un
claro reconocimiento a la parte esencial que los pueblos de indios
tienen en el abasto desde épocas antiguas para que la capital
oaxaqueña funcione. Toussaint lo resume así: “Para enumerar lo
que se vende en este mercado sería necesario un libro”.4
Por lo que toca a la comida el
tenor es el mismo, afirmando que se equivocan quienes señalan que
para conocer un país y su cultura debemos abrevar en voluminosos
tratados, y que la forma más “rica y sencilla” para conocer no
sólo el cuerpo sino el alma de una cultura, debemos probar lo que
comen. Bajo esta premisa, Toussaint apunta:
Oaxaca
había de ser por fuerza abundosa de buena y peculiar comida. Basta
ver, en el mercado, la variedad de comestibles para comprobarlo. Ora
son los quesillos,
de tiras angostas, enredados, que dan la forma de un queso habitual;
ora la infinidad de los panes de los que el más sabroso, si no el
más fino, es el que llaman resobado,
grasoso, salado, hecho para la comida, en contraste con el pan de
huevo, dulce, para la merienda. La gloria del mercado son, empero,
los puestos de chiles, porque hay puestos en que únicamente chiles
se venden. Y hay que ver la diversidad de chiles, en sus colores,
formas y tamaños que excitan la gula de los oaxaqueños.5
En este mismo tenor, hace un
merecido elogio a tres productos del arte culinario oaxaqueño: el
tamal, el guajolote y el mole. Sobre el primero lo hace con estas
ilustrativas palabras:
Una
buena mañana fuimos invitados a comer tamales oaxaqueños. Y en
verdad que son éstos los tamales más maravillosos que he comido en
mi vida. Se les envuelve en dos hojas de plátanos cruzadas que se
van abriendo como un libro; y entre ellas y en el fondo del incuarto,
cuando hemos acabado
de abrirlo, se abriga el suculento tamal, no duro como los de México,
sino pastoso, abundante de salsa y pollo.6
La combinación magistral entre
el guajolote y el mole, don Manuel lo hace bajo esta lógica: del
primero señala que así como los símbolos de nacionalidad son el
steak para los británicos, la pasta sciuta para italianos, el pork
and beans para los yanquis, el cocido para los españoles, en México:
“¿No es el guajolote del mole el único animal que puede competir
en nacionalismo con el águila de la bandera?”7
Pero precisa que la combinación perfecta es sumarle a la carne de
guajolote el típico mole oaxaqueño, platillo cumbre de esta cocina.
Refiriendo que el que él probó fue el negro, ya que existen una
gran variedad, y que tiene un sabor “…menos complicado que el
mole poblano”.8
Sobre estas estampas, que bien
podríamos englobar como “nostalgia por el pasado colonial”,
llama la atención que don Manuel, con su “ojo clínico de viajero
empedernido” no diga nada de una de las joyas arquitectónicas que
dejó el porfiriato en la capital oaxaqueña: el majestuoso teatro
Luis Mier y Terán –hoy Macedonio Alcalá–; no cabe duda que lo
tuvo que ver, pero o su amor por lo colonial lo cegó y no menciona
nada de él; o quizá por los años que visitó la ciudad de Oaxaca
en tiempos posrevolucionarios, la idea era borrar toda referencia
sobre los logros materiales del “Antiguo Régimen”. No lo
sabemos, pero queda la duda de esta omisión en la descripción que
el maestro Toussaint hace de la otrora “Verde Antequera”, y que
hoy día, gracias a las malas decisiones de nuestros “no muy
ilustres gobernantes y comparsa que les hacen segunda”, se ha
convertido, para usar un término acuñado por el antropologo Manuel
Esparza: en la “variopinta Antequera”. Carlos Sánchez Silva
IIHUABJO
1
Manuel Toussaint: obra literaria, [prólogo, bibliografía,
notas y recopilación de Luis Mario Schneider], México, UNAM, 1992,
p. 29.
2
En noviembre de 1926 la Editorial Cvltvra publicó en primera
edición esta obra.
3
Manuel Toussaint, Oaxaca, Editorial Cvltvra, 1926, p.
69.
4
Toussaint, 1926, p. 75.
5
Toussaint, 1926, p. 93.
6
Toussaint, 1926, p.93.
7
Toussaint, 1926, p.90.
8
Toussaint, 1926, p.93.
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