Se presentó el pasado 1 de julio de 2016 en esa sede, con la participación de las académicas Ethelia Ruiz Medrano y Ángeles Romero Frizzi, cuyo emotivo texto se reproduce con esta entrada. No le quitemos más tiempo al lector y entremos de lleno a esta cálida semblanza, pero primero permítame presentarle la portada del libro:
HISTORIA
DE UN BRACERO OAXAQUEÑO
ZENÓN
RAMÍREZ
Por
Ángeles Romero Frizzi
Llegamos
con nuestro pan de muertos, como es la costumbre, también con un
ramo de flores. En un extremo del cuarto se encontraba una imagen de
la virgen rodeada por un arco de flores y frutas, a sus pies un altar
con las fotografías de los seres queridos: doña María y don
Albino. Enfrente de ellos, entre flores amarillas, estaba un plato
con mole, un vaso de agua, tamales y un poco de mezcal. En el suelo,
sobre un petate, se acumulaban innumerables frutas: naranjas,
manzanas, nísperos, cacahuates y montones de pan de muerto y flores,
muchas flores.
En
el patio iban llegando los invitados. Zenón y Yola habían dicho que
sólo lo invitarían a la familia, pero eran muchas personas. La
familia, sin duda, es numerosa.
Como
todos los años, cumpliendo un antiguo ritual, llegamos a compartir
con Zenón y Yola, el día de muertos. Es una ocasión para
acordarnos de nuestros seres queridos y refrendar una amistad de ya
muchos años. Es también el momento para saborear el exquisito mole
que prepara Yola con una mezcla de innumerables chiles, chocolate,
frutas y especias. ¡Por nada del mundo me lo perdería! Llegamos
trayendo nuestro pan y un poco de flores. Salimos cargando varias
piezas de pan, numerosas frutas, chocolate y afortunadamente más
mole.
Durante
más de cuarenta años hemos compartido esta ceremonia. Hemos
convivido este día y muchos más. Zenón y Yola son padrinos de
nuestros hijos. Cuando éstos nacieron y, después, cuando fueron
creciendo, ellos nos han acompañado en los días felices y también
en los momentos difíciles cuando enfermaron o tuvimos algún
problema.
Don Zenón Ramírez y doña Ángeles Romero Frizzi.
Sí,
es una larga amistad, a pesar de esto y a pesar de tantos instantes
que hemos vivido juntos, la vida de Zenón escondía para mí muchos
secretos. Secretos que ilustran, no sólo el empeño y la capacidad
de un hombre para superarse y salir adelante, sino, también, parte
de la vida de México en el siglo XX.
Zenón
nació, hace ya varias décadas, en Tlacolula, cuando aún no llegaba
la electricidad. La vida era difícil. Su papá, don Albino, no tenía
tierras y debía de sacar adelante a su familia con las siembras que
realizaba a medias en terrenos alquilados y ayudando en la matanza de
los chivos del tío Aurelio. Con ese arduo trabajo, que en ocasiones
comenzaba a las dos de la mañana y concluía al ocultarse el sol, él
lograba alimentar a su familia con tortillas, frijol y chile. Doña
María (la madre de Zenón) siempre ayudó a la economía familiar no
sólo lavando la ropa, limpiando y cocinando para sus numerosos
hijos, sino preparando tortillas para vender. La casa que habitaban
era humilde, las paredes de bajareque (carrizo, palos y lodos) y la
cama de carrizos con un petate. A pesar de todo, Zenón era feliz.
¡Esa era su vida! Y así la aceptaba. Iba a la escuela primaria y
siempre que podía ayudaba a su padre en las labores del campo y con
los chivos; también juntando leña para hogar. Nada se
desperdiciaba. Incluso el excremento de las vacas se usaba –una vez
seco- para calentar el comal y preparar los alimentos. Y los gusanos
del mismo servían para alimentar a las gallinas.
Hacia
1952, Zenón terminó la primaria pero no le gustaba el duro trabajo
del campo. Por eso, empezó a trabajar de dependiente en una tienda,
entraba a las siete de la mañana y salía a las nueve de la noche.
Por catorce horas de trabajo recibía 20 pesos mensuales, pero ahí
aprendió a preparar el mezcal de pechuga, el añejo y otras bebidas.
También trabajaba como músico. Esto es, en las fiestas de Tlacolula
hacía falta música que las amenizara y Zenón llevaba en una
carretilla una planta de gasolina y un tocadiscos. Cuando llovía los
cables de la planta daban toques y había que subierse en unas tablas
para evitarlos. Como músico ganaba 5 pesos la noche, aunque la
jornada terminara al amanecer. De músico dilató unos tres años.
Después,
comenzó a trabajar en una cantina: El
Dios Baco.
Él era el encargado y logró que su sueldo aumentara a 50 pesos al
mes; poco después trabajó en una tienda de abarrotes. En Tlacolula
ya no había donde estudiar y había que buscar trabajo, aunque los
salarios, al igual que los de ahora, fueran tan bajos. Todo empeoró
cuando se presentó un problema económico. Su mamá de Zenón, doña
María, enfermó a causa de una mordida de perro. Una señora de
Tlacolula le recetaba y había que gastar en las medicinas. Como no
mejoraba y seguía enferma tuvieron que llevarla al doctor. Él les
dijo: “de milagro no se ha muerto: las medicinas que le dan le
hacen daño”.
Pero
eso no fue todo. El papá de Zenón, con mucho sacrificio, había
comprado el terreno donde vivían y lo puso a nombre de su papá,
cuando el abuelo murió, la abuela dijo que el terreno le pertenecía
a ella y decidió venderlo por dos mil pesos. La abuela los dejó en
la calle. Su mamá de Zenón tratando de solucionar el problema dijo
que ella compraría nuevamente el terreno, pero el precio había
subido a 4 mil pesos. Doña María se las ingenió y del tío Aurelio
y de otro hermano de su papá consiguió dinero prestado con un
interés del 5%. Aún así, no alcanzaba y tuvo que solicitar otro
préstamo. Sólo de intereses eran 400 pesos al mes, y el sueldo de
Zenón, el mejor que había logrado ganar, era de 80 pesos mensuales.
Comenzó entonces a pensar en irse de bracero, pero apenas tenía
diez y siete años. Aún no tenía su cartilla militar, pero, como
siempre, con astucia, Zenón logró sacarla antes de cumplir los diez
y ocho años y, entonces, comenzó otra etapa de su vida. Su vida
como bracero
En
1957 salió rumbo a los Estados Unidos. Zenón formó parte de ese
sistema de trabajo temporal conocido como Programa Bracero que
funcionó de 1942 a 1964. Comenzó promovido por la demanda de mano
de obra de los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. El
primer año del programa se trasladó al vecino país del norte un
millar de mexicanos para trabajar en los campos de remolacha. El
programa pronto se extendió y en tres años el número de
trabajadores ascendió a 50 mil mexicanos. El programa bracero duró
hasta 1964 cuando ambos gobiernos, el de México y el americano,
decidieron finalizarlo. En 22 años, alrededor de 5 millones de
trabajadores mexicanos fueron a los campos agrícolas de los Estados
Unidos. Concluyó en respuesta a reportes de abusos extremos a los
derechos humanos: sueldos bajos, alojamiento inadecuado y prácticas
discriminatorias. A pesar de las duras condiciones de trabajo, un
funcionario del gobierno mexicano llegó a aceptar que la suerte de
los trabajadores mexicanos en Estados Unidos era menos triste que en
su tierra natal. Ellos pudieron tener acceso a recursos económicos
que nunca hubieran logrado trabajando en México.
La
vida de Zenón Ramírez nos permite mirar con detalle la experiencia
de un joven de diez y siete años en este programa de trabajo
temporal. Nos permite conocer las duras condiciones de trabajo y el
hecho irrefutable de que, a pesar de todo, en los Estados Unidos
podía obtener recursos que no existían en su tierra natal.
Cuando
la abuela de Zenón vendió el solar donde vivían y la familia se
endeudó, Zenón decidió irse a los Estados Unidos y combinar sus
ingresos con lo que su papá ganaba trabajando en el campo y como
peón en las excavaciones arqueológicas que llevaba a cabo el INAH
en el sitio arqueológico de Yagul.
En
julio de 1957, Zenón comenzó los trámites, solicitó al Presidente
Municipal de Tlacolula una constancia de que era campesino y después
pidió una carta en el Palacio de Gobierno de la ciudad de Oaxaca.
Para realizar el viaje sus padres lo encargaron con un señor que ya
había ido al Norte. Su madre le preparó una caja con tortillas
tlayudas, totopos, pan, queso, chinteztle y pasta de frijol. Zenón
tuvo que pedir dinero prestado para poder pagar el pasaje y sus
gastos de viaje. Desde Oaxaca inició el largo viaje hasta el centro
de contratación en Monterrey. Zenón recuerda que al llegar había
no menos de diez mil aspirantes a bracero provenientes de varios
estados de la república. Según datos oficiales, en un día llegaban
a contratar cerca de 4,000 trabajadores. Zenón recuerda lo difícil
que era lograr pasar a pesar de tener todos los papeles. Los
muchachos se tallaban las manos con piedras y palos para mostrar que
estaban habituados al trabajo duro del campo. Zenón tuvo que pasar
dos días en el centro de contratación viendo como los iban llamando
por estados. Siempre había duda si lograría pasar pues había
trabajadores que iban sin papeles y trataban de colarse a pesar de
los controles. Ante este peligro, Zenón les dijo a sus compañeros:
“vamos a acercarnos a la puerta por si nos llaman”. Algunos
dijeron: “no, no es necesario”. Pero Zenón y unos conocidos
suyos, más astutos, decidieron acercarse a la puerta. Al poco rato
dijeron: “Estado de Oaxaca, pasen nada más 150”. En la puerta
varios policías los iban contando. La gente se amontonaba
desesperada pues de Oaxaca había como 4 mil trabajadores. Zenón
logró pasar.
Ya
del otro lado, los revisaron que no estuvieran enfermos, los
fumigaron y comenzaron a repartirlos según las solicitudes de los
granjeros. A los que estaban enfermos los regresaban a México y
estos pobres hombres, sin dinero ni trabajo, tenían que pedir
prestado para poder regresar a su tierra. A Zenón le tocó ir a los
campos de algodón en el estado de Arkansas. Les daban unos sacos
grandes, como de dos metros de largo, tenían que amarrárselos en la
espalda y la cintura e irlos llenando de algodón. Una vez llenos los
pesaban y los echaban en un camión. Por cada cien libras de algodón
les pagaban un dólar con 55 centavos. Zenón lograba hacer, algunos
días 200 libras, otros 250 (un poco más de cien kilos). El trabajo
era duro y de seguir así debería de haber ganado al mes alrededor
de mil pesos. No era mucho, pero comparado con los 80 pesos que
ganaba en la tienda de Tlacolula trabajando más de doce horas, era
una gran diferencia. Sin embargo, no todos los días se podía
trabajar, había veces que helaba y caía nieve y entonces a pesar
del esfuerzo realizado no se podía pizcar el algodón porque se
helaban las manos. Esto hacía que el sueldo fuera bastante menor,
pero superior al salario mínimo en México que en esos años (entre
1950 y 60) andaba alrededor de 30 pesos mensuales.
El autor, don Manuel Esparza, el biografiado don Zenón Ramírez y la Dra. Ethelia Ruiz Medrano, ponente que leyó una interesante reseña bibliográfica.
Entre
1957 y 1964, Zenón realizó ocho viajes a los Estados Unidos. Estuvo
en Texas, en California y en otros sitios. Siempre buscando lugares
donde las condiciones de trabajo fueran menos duras y el salario un
poco mejor. En Texas, las barracas donde dormían eran viejas y los
catres sucios y llenos de grasa. El calor en el campo era extenuante,
tanto que había trabajadores que se desmayaban por la insolación.
Los que resistían tenían que exprimir sus camisas para quitarles el
sudor y lavarlas por la noche. En ese campo agrícola, no les daban
comida. Después de trabajar todo el día, por la noche, cansados,
tenían llegar a preparar su comida: echar tortillas y preparar un
poco de café, ocasionalmente algo de avena.
Entonces,
Zenón y sus amigos de Tlacolula se enteraron que las condiciones de
trabajo en California eran mejores y el sueldo menos malo. Zenón y
compañeros regresaron a Monterrey para de ahí tomar un camión
hacia Guadalajara y después hacia Empalme Sonora donde estaba otro
campo de contratación. Pero sus documentos de trabajo ya estaban
sellados pues ya habían pasado a los Estados Unidos. Entonces había
que borrar de ellos el sello que tenían con algo de migajón y
después ensuciarlos un poco para que no se notara. Igual que en la
ocasión anterior los trabajadores se arremolinaban esperando pasar.
Llegaban miles y sólo pasaban unos cuantos. De nuevo la suerte, la
astucia de Zenón y sus amigos, les permitió pasar y valió la pena.
El trabajo en California en sembradíos de jitomate seguía siendo
duro pero acá las barracas donde dormían mejores y les daban los
alimentos. En ocasiones sándwiches y en otras arroz agusanado. Todo
para conseguir ganar unos dólares más para enviar a la familia y
otros gastarlos los domingos yendo al cine, a tomar unas cervezas o
con las muchachas, gringas, mexicanas o hasta alguna japonesa.
Cada
viaje tuvo sus momentos difíciles y sus retos. Cada uno amerita
leerlo con calma pensando en todos los trabajadores que fueron en el
programa bracero y en todos los que hoy arriesgan sus vidas
intentando cruzar la frontera en busca de un futuro mejor, dejando
atrás un país que no logra ofrecerle a su gente un salario justo y
un futuro digno.
La mesa de presentadores.
En 1963 fue el último viaje de Zenón. Al año siguiente se terminó
el programa bracero. Para entonces Zenón ya estaba acostumbrado a
viajar, con Yola –su esposa- (esa es otra historia que no les he
contado y que dejo que ustedes la disfruten en el libro) se fueron a
Veracruz donde trabajó en la distribuidora de Cervezas Moctezuma y
después como estibador en el puerto. Después de seis meses
regresaron a Oaxaca. Zenón no quería trabajar en su pueblo solo de
albañil y fue a la ciudad de Oaxaca donde buscó trabajo y en 1967
logró entrar a trabajar al Museo Regional de Oaxaca como auxiliar de
intendente. No era una plaza fija, sino un nombramiento temporal y
cada año había que renovarlo. El salario era algo mejor que como
peón de albañil pero insuficiente. La familia había crecido y
habían llegado dos niños y una niña, y Edith estaba en camino. Los
viajes de Tlacolula a la ciudad de Oaxaca eran cansados y se perdía
mucho tiempo y dinero. Zenón y Yola decidieron buscar donde vivir en
Oaxaca y encontraron un cuarto sin luz eléctrica, sin baño y con
una cocina abierta techada con lámina. Además, no aceptaban niños.
Astuto, como siempre, Zenón le dijo al dueño del cuartucho que no
tenía niños; cuando éste se enteró ya era demasiado tarde. Por
otra parte, Yola tenía que limpiar el baño que compartían con los
otros inquilinos de la vecindad y don Albino ayudó a mejorar el
cuarto poniéndole piso y electricidad. Ahí vivieron durante seis
meses, hasta que la familia encontró trabajo en la finca que la
familia Bernal había construido en la ciudad de Oaxaca.
Zenón
y Yola aceptaron cuidar la casa de los Bernal, ahí tenían un
alojamiento un poco mejor. Los niños podían jugar en el jardín y
en la fuente siempre que los dueños de la casa no estuvieran. Cuando
estos llegaban, en el verano, durante las excavaciones en Yagul, o a
fin de año. Entonces los niños debían de esconderse y no molestar.
Yola tenía que tender trece camas. Zenón levantarse temprano y
recoger los restos de la fiesta de la noche, alzar las copas y los
vasos, meter los discos en su funda y arreglar la sala para que
cuando la señora de la casa se levantara todo estuviera en orden.
Poco
a poco, ahorrando de su trabajo en el Museo y como cuidadores de la
casa de los Bernal, Zenón y Yola lograron construir una casa propia.
Menuda sorpresa se llevaron los Bernal cuando les avisaron que se
iban. Finalmente, después de años de trabajo, la familia tenía una
casa digna hecha de ladrillos y material, fresca en el verano y
abrigadora en invierno.
Mientras
tanto logró ascender en el INAH, de ayudante de intendente
(encargado de limpiar corredores y baños) Zenón pasó a ser
vigilante, después Intendente y finalmente director del Museo
Regional de Santo Domingo. A fines de la década de 1970, Zenón
coordinó la visita de la esposa de José López Portillo presidente
de México. Por esos años también recibió y atendió en el Museo a
la Reina Isabel de Inglaterra y al príncipe consorte. Poco antes de
1977 atendió a Henry Kissinger Secretario de estado de los Estados
Unidos. El logró cumplir con todos los detalles de seguridad y del
rígido protocolo que se imponía.
Un
largo camino se había transitado, desde aquel joven astuto que logró
burlar los controles en los campos de contratación de los braceros y
el Director que ahora atendía a líderes de la política mundial.
Para
1994, después de veinte años en el INAH, Zenón decidió jubilarse.
Sus hijos ya eran profesionistas: dos dentistas, un contador y una
maestra normalista. Muchos años de trabajado, disciplina y astucia
habían transcurrido. En el recuerdo queda aquel joven que a los diez
y siete años dejó Tlalcolula para ayudar a su familia. Sin duda
Zenón ha cumplido con su tarea en esta vida. Hoy le toca cuidar de
las hermosas flores que adornan el jardín de Yola y cuando llega el
día de muertos ayuda con todos los preparativos del mole y a los
amigos nos recibe con una copita de mezcal.
El Salón Decorado del Centro Cultural Santo Domingo
fue el lugar de la presentación, que lució así.
Que gran historia de vida la de Don Zenón, realmente muy inspiradora, muy digna, muy llena de ganas de querer salir adelante, como esta historia, esta plagada Oaxaca, de gente que literal "nació con una mano adelante y la otra atrás"pero que supo ver más allá y que gracias a su esfuerzo, caracter y entusiasmo salió adelante. Reciba un gran saludo desde Puebla, querido paisano Don Zenón.Gracias por compartir esta historia de vida.
ResponderEliminarGracias, Sr. Farías.
EliminarHe reenviado su comentario a don Manuel Esparza, autor del libro de don Zenón.
C.S.